jueves, 23 de abril de 2015

Las cuatro de la mañana

¿Así que hoy vamos a hablar de indiferencia?
Te quedaba perfecto.
Muy distinto al fenómeno de las cuatro de la tarde, es el de las cuatro de la mañana. Hagan el experimento. Dos sensaciones suelen distinguirse. Una es la paranoia, un inexplicable miedo; y la otra una paz desgarradora.
Volvía con una mezcla de las dos. Sola, caminando por cuadras por las que ya había caminado cientos de veces. Mi barrio, mi zona, los lugares familiares (para mi). Me asustaba la paz. Y eso generaba mi intranquilidad. No podía obligarme a sentir miedo, bah, no puedo obligarme a sentir nada. Digamos que estaba caminando por inercia. Llega un momento en el cual estamos haciendo absolutamente todo automáticamente. Gajes de la rutina.

No se de dónde volvía, pero los Jueves me encontraban siempre afuera de casa. También hasta eso era automático en mi vida. Las mismas baldosas, las mismas baldosas rotas en los mismos lugares de las mismas veredas que pisaba a la misma hora. Bueno, mismas horas. Las recorría un par de veces por día. Y la misma sensación de pacífica paranoia que me invadía a la misma hora, que llenaba cada rinconcito de mi cuerpo, al igual que unas cuantas sustancias más de las que también me atiborraba. Y también solía pensarte. Mucho, demasiado. Tanto como mi pobre cerebro atrofiado me lo permitía. Tanto como los horribles recuerdos manchados de esa enfermiza sensación parecida al amor, me lo permitían. Nunca me hiciste bien. Ese día pensaba en que nunca me hiciste bien. En que quería verte para escupirte todo mi odio. Y, ay... qué grave error desearte tanto.
Habían pasado unos metros, y unos cuantos gritos silenciosos. Y técnicamente ya era jueves (eran las cuatro de la mañana) pero en mi cabeza era miércoles. Y hacía frío. Y ya sabés lo que ocurre los miércoles en los que hace frío. ¿Para qué doy todas estas explicaciones?
Escuche una guitarra saliendo de una puertita dimunta. De la puertita diminuta del diminuto bar que esta a dos putas cuadras de mi casa. Nunca te dije dónde vivía. Nunca te llevé a casa. ¿Que carajo hacía tu voz ahí? ¿Por qué estabas cantando sobre la vez que destrozamos todos los vidrios en la estación? ¿Por qué repetías una y otra vez que vos no eras violento? ¿Por qué me mirabas a los ojos a través de la vidriera, sin un ápice de sorpresa?
No tengo idea de por qué estabas ahí. No tengo idea de por qué me ignoraste con tanto sentimiento. No se de dónde sacaste tantas fuerzas para mantenerte así de impasible, y no se cuánto tiempo estuve yo, parada del otro lado escuchando cómo cantabas que yo era la que te ponía así, que yo siempre tengo la culpa, que por qué desaparezco. Me ignorabas, en parte. Horrorosamente indiferente.
Y yo también, me di vuelta y me fui. Porque la paz y la paranoia tenían su razón. Pero igual, tampoco nada puede suceder a las cuatro de la mañana.

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