lunes, 26 de octubre de 2015

El viejo

"Che, che, nena".
Me gritan desde un balcón bajito de un primer piso a la calle. Es un viejo de musculosa, me hace acordar al Pepe Mujica. Tiene un pucho en la mano y está rodeado de plantas frondosísimas.
"¿No me alcanzás el diario que se me cayó?"
Miro al piso, ahi en frente de mis pies, y me agacho a recogerlo. Momento incómodo. Hago puntitas de pie -mi altura no contribuye a la causa- y él se inclina sobre la baranda, dejando peligrosamente medio cuerpo afuera. Me percato de todo esto medio entrecortadamente, intento levantar un poquito más el brazo y comienzo a sentir toda la sangre acumulada en mi cara. Siempre me pongo roja. Al fin logra cazar el diario, pero se ve que le requirió tanto esfuerzo que no logró mantener el pucho en la mano. 
Lo soltó. 
En mi cabeza. 
Sólo volvés a recordar lo asqueroso que es el olor a pelo quemado cuando lo sentís. Se me comenzó a incendiar el bocho. Atiné a manotearme, para intentar ahogar al incipiente fuego, pero no fue tan efectivo. O al menos nunca pude comprobarlo, porque justo en ese momento sentí como me caía una cascada de agua encima. Mire para arriba de nuevo, conteniendo mi indignación, y lo vi ahí, con un balde rojo, todavía inclinado hacia mi.
"Perdoname gurisa, perdoname, es que te prendías fuego"
Respiré hondo, repitiéndome "es un viejito Ale, es un viejito, dale"
"No pasa nada, señor". Sonrisa.
"Nooo, pero cómo que no pasa nada, nena, aguantame ahí que ya bajo". Desaparece entre sus plantas.
No estaba muy cómoda con eso de esperar, pero estaba íntegramente mojada, yo y mis cuadernos (lo que más me picaba en ese momento era someterlos a una intensa sesión de secador de pelo). Lo esperé. 
Estaba en la calle Paraná, cerquita de la Vicente López. Hay muchos árboles en esa cuadra. Y muchas señoras con perritos fifí que te miran raro si estás parada en la puerta de un edificio chorreando de pies a cabeza. Sentí que abrió la puerta. Era el estereotipo de viejo: medias blancas hasta la mitad de la canilla, pantuflas, calzones por abajo de la rodilla y la musculosa que ya conocía. 
"Pasa, pasa, que te doy una toalla, disculpame, che, ya estoy gagá".
Disimulé mi malhumor con una risita falsa.
"¿Señor tiene secador de pelo?"
"Si, nena, pero claro, pasá por favor".
Pasé. Incómoda. No sé si por estar empapada, por estar entrando al departamento de un extraño, o por toda la situación en sí. Llamó al ascensor y siguió disculpándose, dando explicaciones, que se distrajo, que cómo va a soltar el pucho, que eso le pasa por viejo, que todo se le cae, que menos mal todavía algo podía pensar, que sin su cerebro se muere. (No shit, Sherlock).
Estaba enojada con el viejo, no quería llegar tarde, no quería estar en su casa, no quería estar mojada, no quería perder los resúmenes de Contratos. Me permití odiarlo un poco. Me permití mirarlo con bronca a través del espejo del ascensor. Le dejé que con esfuerzo me abra la puerta. Que se joda por haberme tirado un balde de agua. A quién mierda se le ocurre tirarte un balde de agua en medio de la calle, la puta madre. 
Intentó charlarme, y me dejó parada en la cocina sola para ir a buscar el secador. Me trajo una toalla también y comenzó la epopeya de secar una por una las hojas del cuaderno. Desde la cocina veía el balcón. Me gustan las plantas, lo envidié por ser viejo y poder tener plantas frondosas. Me ataqué por no poder hacer crecer así ni un helecho. Si yo tuviera todos esos años seguramente mis plantas también serían frondosas.
"¿Cuantos años tenés, nena?". Comenzó el interrogatorio, y de a poco me fui aflojando. El ruido del secador de pelo nos obligaba a hablar casi a los gritos y en un suspiro nos habíamos enfrascado en una acalorada discusión sobre las elecciones. El viejo era medio peroncho. A mi me gusta criticar al peronismo. Los dos defenestramos a los globitos amarillos y de repente estabamos hablando de Hegel y Marx y Keynes. Hace rato que las hojas de los resúmenes descansaban sequitas en la mesada y me ofreció un mate. Charlamos y charlamos, y yo miraba como el solcito comenzaba a dibujar un contraluz en las plantas del balcón. Las mire con ternura. Alcancé a ver el diario tirado en el piso. El episodio del pucho y del balde parecía tan lejano...
El viejo se había puesto pantalones y me hablaba de Julio Verne. Coincidimos en que era un visionario y nos reímos porque la gente no sabe por qué el pececito se llama Nemo. Me preguntó si quería que me muestre su biblioteca. Apuesto a que se me iluminaron los ojos. 
Fuimos al living, yo ya ni goteando, pero con la toalla todavía alrededor de los hombros, y prendió una luz. Casi me caigo. Era inmensa, increíble
"¿Te gusta Sartre?". Casi me caigo por segunda vez. Entendí por fin la famosa frase de no caber dentro de uno mismo. No cabía en mi. Mis manos, mis ojos, discurrieron en una infinidad de páginas amarillentas, de lomos de libros avejentados, de Nietzsches, de Heideggers, de Kierkegaards, de Spinozas. Me emborraché. Quería frotar mi cara en su biblioteca, quería hacerme chiquitita y perderme entre las páginas, o hacerme grande, para poder engullir -literalmente- cada uno de los tomos. El viejo se reía y tomaba mate. Yo le pedía más. Enseñame, viejo, me lo debés, me cagaste mojando, me quemaste el pelo, contame ¿los leíste todos?
Me zumbaban los oídos y de repente dejé de entender lo que estaba pasando. Sentí que me iba a desmayar. Estaba borracha. Me gustan demasiado los libros. Sentí que iba a vomitar y me senté en el piso. El viejo me acunó la cabeza y me dio otro mate. Se sonreía a sí mismo. 
Puso voz solemne y me gritó el aforismo 114 de La Gaya Ciencia:

"La imagen que vemos por primera vez es construida con ayuda de todas nuestras experiencias antiguas, según el grado de probidad y equidad que tenemos cada vez. Hasta en el campo de la percepción sensible no hay más experiencias vividas que las morales".

Ví como desde el balcón a una chica le tiraban encima un baldazo de agua fría.

jueves, 22 de octubre de 2015

Así es el calor

Una tarde calurosa y un bondi lleno, la increíble suerte de haber encontrado un asiento vacío y las gotitas de la botella de plástico resbalando cuasi eróticamente, mojandole los dedos. Se la llevó a la nuca, disfrutando del incisivo frío, que se le metía por la piel. Un suspiro. Una tarde lenta y pesada, agobiante, un sorbo de agua que no aceleraba el tránsito. A veces la lentitud se le hacía necesaria. Una mujer se le pegaba demasiado en el asiento contiguo y ella optaba por correrse más y más hacia la ventana. Otro sorbo, pero no tan largo porque el medio litro debía durarle hasta el final del recorrido. Contó veintisiete personas que pasaron al lado del colectivo mientras estaba parado en una luz roja y las volvió  a contar cuando de una vez por todas volvió a arrancar. Qué fácil es que lo placentero, lo necesario, se convierta en insoportable. Miró al techo durante un rato, con la cabeza apoyada en el respaldo, respirando pausadamente y sintiendo una gotita que le resbalaba justo por el medio del pecho. Quiso seguirle el recorrido con la mente ¿dónde se había originado? ¿cómo identificar si era parte del sudor de la botella o del propio? Seguramente fuese una mezcla. La sintió continuar su camino hasta extinguirse en la remera, junto con muchas otras compañeras que ya formaban una constelación en la tela de color claro por la que había optado más temprano. Deseó intensamente sacarse las zapatillas y las medias y caminar descalza sobre el pasto. Hacía bastante que no se permitía ese placer, y es que después de todo no era tan fácil, como mucho se permitía andar en patas sobre el parqué del piso de su departamento, pero ¿pasto? No recordaba haberlo pisado en los últimos meses, ni con zapatillas. Es que era eso lo que le dejaba la ciudad: el cemento guarda bien el calor, y los edificios bloquean perfectamente el viento, como para que lo único que anheles sea llegar al cobijo de un aire acondicionado. Le entró el apuro: imaginó el momento en el que podría librarse de la ropa, quería estirarse sobre el suelo y mirar el cielo sin esos absurdos impedimentos (la ropa y los edificios y los cables).
De repente todo se hizo más pesado: la mujer de al lado, el tráfico, la ropa, el bolso entre sus piernas, su cabeza. Le sobrevino esa horrible sensación de cuando te estás haciendo pis hace rato y estas justo llegando a la puerta de tu casa. Morirse de ganas.
Repitió la maniobra de la botella en la nuca, y esta vez fue más allá y se rodeó todo el cuello. Una carrera de minúsculas gotitas le recorrió el cuerpo y notó como un tipo la miraba de arriba a abajo. Por un momento se sintió desprotegida, luego la bronca, pronto lo olvidó.
Volvió a mirar por la ventana, con incredulidad ante el silencio de la ciudad. La hora de la siesta es silenciosa aunque estés en medio de Once, es un fenómeno curioso, tal vez sea que todos nos volvemos un poco sordos después de almorzar. No había comido nada porque sabía que allá siempre había comida y detestaba cocinar para ella sola, le hizo ruido la panza (¡hizo ruido!) y quiso acallarla con el último trago de agua que quedaba. Ya estaba cerca.
Reconoció el giro del colectivo, que dejaba atrás la parte "más ciudad" de la ciudad, y se abría paso entre casitas bajas. Qué alivio.
La ansiedad volvió a invadirla y sintió unas ganas locas de pararse y hacer esas últimas cuadras corriendo para calmarse, pero se obligó a mantener el culo en el asiento "dale, dale, dale, que ya llegás". Era inútil disimular su transpiración, y lo sabía, sabía también que no molestaba a nadie, menos que menos a quien la estaba esperando. Se sonrió cuando se imagino la situación.
El calor crecía y crecía y no había vientito que lo calmara. Se colgó el bolso en el hombro y guardó la botella de plástico vacía y seca, le pasó por encima a la mujer, pegándose bastante, como para vengarse y caminó entre la gente hasta la puerta de atrás. El corazón se le salía por todos lados, cerró los ojos y tocó el timbre para avisar que bajaba. El ruido la ensordeció y la sacó de su ensoñación: entraba a laburar hasta las diez de la noche.

lunes, 19 de octubre de 2015

Tormentas

Hace meses que tengo este texto en la punta de los dedos, desde la noche anterior a mi cumpleaños, para ser exacta. Llovía de una manera impresionante y toda tormenta desata en mi el momento en el que me di cuenta del por qué de lo increiblemente aterradoras que me resultan.
Acabo de colgar el teléfono con mamá. Me dijo "no te asustes, es un fenómeno metereológico". Y no es que no lo sepa, y no es que no haya intentado mil y un maneras de erradicar el miedo que producen en mí. Leandro me hacía contar los segundos entre el relámpago y el trueno. Me distraía, pero no podía quitar de mi cabeza esa sensación insoportable de nerviosismo.
"Cuanto más cuentes, es que más lejos cayó el rayo". Imaginen como temblaba cuando apenas llegaba a contar hasta dos.
Cuando tenía seis años, mamá nos leía los cuentos de Washington Irving, hacía poco tiempo habíamos estado en la Alhambra, y los escenarios nos parecían tan cercanos que podíamos escuchar ensimismadas durante horas los relatos de príncipes y princesas moros. Hay varios que podría relatar de memoria, pero el que viene al caso es uno sobre tres princesas, hijas de un tal Mohamed el Zurdo, que vivían confinadas en un palacio con vista al Meditarráneo. Habían nacido con diferencia de tres minutos entre cada una (qué pintoresco) y a cada una le correspondía una cualidad (si no cómo podríamos identificarlas ¿no? já). Zayda, la mayor, era la valiente, la intrépida, la que siempre iba al frente (hasta fue la primera en nacer); Zorayda, la del medio, era bella y vanidosa: admiraba la hermosura en general, y era en ella misma en donde más la encontraba; y a Zorahayda, la menor, la caracterizaba su sensibilidad. Y es justo en la descripción de esta última hermana donde encontraba el detalle que más me llamaba la atención (y me sigue llamando y sigo recordando cada vez que una tormenta se asoma), Zorahayda se maravillaba ante la inconmensurabilidad de la naturaleza, ante lo magnífico de sus fenómenos, pero bastaba apenas un rayo para hacer que se desmayara.
¿Puede algo tan fascinante sacudirlo a uno de tal forma?
Me bajé del colectivo en avenida Santa Fe y corrí bajo la lluvia hacia mi departamento. A mitad de cuadra se cortó la luz y un relámpago partió el cielo, iluminándome a mí y a mi absurda sensibilidad. No bastó para que me desmayara, pero por lo menos fue suficiente para que de una vez por todas materializara esta idea.
Y no seré una princesa mora, y no me desmayaré cada vez que los vidrios de la puerta del balcón tiemblan casi como a punto de quebrarse, pero sigo sufriendo cada tormenta eléctrica y esperando con una contradictoria ansiedad cada relámpago, como creyendo que si por alguna extraña razón cayeran todos seguidos, uno tras otro, el martirio acabaría más rápido.
Y uno sabe que no es tan grave, que la tormenta va a pasar, pero mientras tanto, Zorahayda, yo te entiendo.

miércoles, 14 de octubre de 2015

Secuencias

Ayer vi cómo le robaban el maletín a un oficinista.
En realidad, vi justo el momento en el que se daba cuenta de que se lo habían sacado. No puedo explicarte la cara de desesperación, de desazón completa. Vi a un oficinista llorar en un café repleto de ojos mirándolo. Lo vi salir y entrar (el gran ventanal me permitía ver como continuaba su llanto en la vereda) repetidas veces. Corría hacia la esquina más próxima, como con la esperanza de encontrar al punga, con los deseos irrefrenables de agarrarlo del cuello y cagarlo a palos, de demostrarle que "eso no se hace". Enseguida volvía a entrar por la puerta del bar enjugándose las lágrimas y abrazando a una chica que lo esperaba petrificada al lado de la mesa de la que, segundos antes, se había levantado con horror. La secuencia se repetía una y otra vez. Se sentaba, se paraba, corría a la puerta del bar, miraba hacia ambas esquinas, elegía correr hacia alguna, volvía derrotado, se secaba las lágrimas, abrazaba a la chica, se sentaba... Se me hizo insoportable.
¿Cuánto tiempo más iba a durar? No dejaba de oscilar entre la resignación y la esperanza. Los ojos eran una mezcla de profunda tristeza y de enojo. Pero no. No era una mezcla. No podía ver tristeza y enojo al mismo tiempo, pero los períodos en que cada sentimiento se expresaba eran tan cortos y tan sucesivos, tan rápidos, que mi mente los confundía. Si lograba abstraerme, si conseguía ralentizar la secuencia lo suficiente, aparecían diferenciados, incluso unas burbujas indicadoras aparecían al costado: "esto es signo de tristeza", "esta expresión es de profundo enojo". Una suerte de faino me permitía ver.
¿Y si la luz, lo que me permitía ver con más claridad, era simplemente una desaceleración?

Ayer vi cómo le robaban el maletín a un oficinista. No puedo explicarte la cara que puso cuando se dio cuenta.