lunes, 16 de noviembre de 2015

El chicle

Hoy te quise hablar en el colectivo. Íbamos los dos, uno al lado del otro, sentados a la par, en el fondo del bendito 60. Vos ibas leyendo una especie de libreto teatral muy manoseado, impreso en hojas A4, de lo que a través de furtivas y fugaces ojeadas, deduje una parte te correspondía. Habían líneas tachadas, así como también resaltadas, que creí, era porque te correspondían. Y mascabas un chicle, rápido, fuerte, violento, como traspasando los nervios hacia esa masa gomosa, destruyéndolo una y otra vez con la ansiedad que detectaba.
Me dieron ganas de decirte hola. Que si ibas a una audición, y que me respondas que sí, entre una sonrisa que no habías planeado, fruto del inesperado cálido gesto. Me dieron ganas de preguntarte si estabas nerviosa, y entre otra sonrisa inesperada, sumado a un revoleo de ojos resultado de la vergüenza, me respondas que si. Para decirte yo que lo sentí, y se nota a kilómetros. Y que sonrías. Y que te aflojes. Pero que sigas nerviosa.
Me dieron ganas de decirte que mis creencias ideológicas existencialistas me impedían decirte que no te preocupes que "lo que tiene que suceder va a suceder" -porque eso no hacia más que justificar la irresponsabilidad y la inconsciencia, un rasgo por demás mediocre- pero que en alguna instancia algo nos excede, y que allí sí no se puede hacer nada, más que observar. Me dieron ganas de preguntarte qué era lo más malo que podía llegar a suceder, y que me respondas que el hecho de que no te acepten. Me dieron ganas de responderte que no era tan grave, y que ya habría otra obra, en otro lugar y otro momento. Y que te des cuenta que efectivamente no es tan grave -"no es la muerte de nadie", diría mi vieja- y sonrías, y te aflojes, y yo poder sentir eso, y aflojarme. Verte sonreír. Me dieron ganas de verte dejar de mascar ese chicle por el mero hecho de sonreír.
Pero me dio vergüenza. Pensé en el infinito paquete posibilidades alternativas -negativas- que podrían ir surgiendo a medida que se podía ir llevando a cabo la situación. Primero le eché la culpa al sistema. Luego al capitalismo. Luego a la globalización. "Sistema hijo de puta, sólo se preocupa en formar cuerpos dóciles para poder explotarlos, individualismos narcisistas, cerrados." Luego al sistema que me explota día a día, de mismo nombre y origen. "Estoy cansado, y sin ganas, por eso evito éste encuentro. Es es lo que éste sistema hace, eso es lo que quieren y les conviene, que sólo estemos preocupados en el consumo, en nosotros mismos, que no nos relacionemos."
Luego me vi a mi mismo en retrospectiva, desde la lejanía. Me vi a mi mismo con cara de cansado, pensando y echando culpas al bendito sistema que creo externo a mí. Me vi a mi mismo a tu lado. Callado. Desparramando culpas a múltiples lugares. Y me vi a mi mismo leyendo a Sartre, leyendo la Náusea, y El existencialismo es un humanismo. Y me vi pensando y aseverando, que el hombre es responsable de sí mismo y todos los hombres. Y vi la contradicción. Y me di cuenta que no es culpa del sistema, que no es culpa de la globalización, ni del trabajo que me explota. Me di cuenta que me gusta imaginarme y construirme los diálogos, que me gusta idealizar, que me gusta perfeccionar. Y llevarlo a la realidad sólo lo mancharía, lo corrompería. Y en el fondo, no quería.
Y te mire una vez más, y seguías mirando concentrada, preocupada, tu papel, ansiosa, mascando tu chicle. Y ya no sentía tu ansiedad, ni las ganas de hablarte. Sentí una aplacadora y amarga sensación de realidad, de esas que uno se lleva cuando descubre algo escarbando un poco, pero que en el fondo, ya la sospechaba. Una realidad poco sorpresiva y más que anunciada.
Así que me acomodé en el asiento y esperé a llegar a casa, con los ojos bien y plácidamente cerrados, producto del cansancio acumuládonse tras una tradicional jornada de explotación capitalista. Ignorándote e ignorándome a mi mismo también. Porque vos eras yo, como yo también era al mismo tiempo todos los hombres que estaban en ese 60 ese martes a las 5 de la tarde. Y es por eso, que ya no tenía necesidad de hablar, ni hablarte. Conocía a todos los hombres porque yo era todos los hombres. Es por eso que a través del silencio, los tuve que desconocer.

Juan Perrotat

lunes, 9 de noviembre de 2015

El chino de Armenia y Güemes

¿Quién me manda a meterme a estos lugares? No aprendo más, te juro. Era obvio que ibas a estar ahí, con el canasto azul, destartalado, lleno hasta el tope con cajas de Trix, jugo Ades de manzana y Serenitos. Era más que seguro que iba a sentir que me tocabas el hombro, con un ademán indiferente, y que yo iba a girar para admirar el penoso espectáculo del jogging viejo con las ojotas  y tus horribles dedos de los pies. No se para que hago las cosas. Quizás es porque lo venía pensando hace rato. La profecía autocumplida. No soportaba que no fuese a pasar. Tantas veces lo había reproducido en mi cabeza que ese incómodo momento se me hacía familiar, y hasta me trajo alivio. Subí caminando los dos pisos, arrastrando los pies y entré al monoambiente oscuro, inmundo -como siempre- con el deprimente empapelado azul símil pátina. La pantalla led todavía sin colgar y apoyada en el escritorio y un destornillador solitario. Al rato de haberme dormido, volví a sentir la lengua áspera en la nariz, reclamando que me despertara, que le diera bola, que le diera de comer del pote de cuarto kilo de helado de crema de coco y chocolate. Y un peso en el pecho. Volví a intentar calcular el peso del pequeño mamífero, pero no sirvo para esas cosas. Por supuesto que ni te despertaste. Salí a la noche de Palermo y el viento me pegó fuerte en la cara. Pero todavía no estaba satisfecha. Me faltaba algo. Me tome el 152 en Santa Fe y con amargura vi aparecer la torre de la estación Retiro. Me bajé y caminé, y ¡la puta madre! ¿quién me manda a meterme a esos lugares?
Vi como el tren rojo se asomaba al andén y espere sentada en la columna de siempre. Y era obvio, boludo, era obvio. Venías mirando el celular, sonriendo, con los colmillos marcadísimos, con la guitarra al hombro y odiándome con todo tu corazón cuando levantaste la mirada y me viste. Todo Retiro se ralentizó -como siempre pasa- y tardaste una eternidad en sortear los metros que te separaban de la columna. Y nos tomamos un colectivo en el metrobus. Y como siempre ibas en silencio, con esas Converse roñosas que no te sacas ni para bañarte. Te seguías acordando el número de mi departamento y comimos fideos con manteca sin hablar. Me desperté porque te vi sentado en la cama, enojado, porque yo no te bancaba y había puesto una almohada separándonos. Y a vos te dolía. ¿Pero qué querés que haga?
Terminé echándote, como siempre. Y terminamos llorando abrazados en Retiro, vos arriba del tren, sacando medio cuerpo por la ventana del vagón y yo abajo, deseando que el tren saliera ya. Creo que nunca voy a quererte.
Y pasaron muchas cosas. Se me mezclan en la mente.
De repente estaba borracha sobre avenida San Martín, con alguien parándome un taxi y dándome un billete de 50 pesos arrugados "sorry, no tengo más, ojalá te alcance". Enseguida tocando el timbre del 7mo D y charlando de fútbol en un colchón tirando en el piso del living (aunque odio el fútbol y no entiendo nada). Al rato alguien pidiéndome que no tomara tanto y que mejor fuéramos al cine a ver una película que ya había visto dos veces y comprándome una bolsa grande de caramelos masticables. Cuando menos me lo esperaba estaba haciéndome la buenita, y leíamos tirados en Plaza Francia y le comprabas calendarios pedorros a un chanta que no me banco. Pero sigo teniendo el detestable calendario de Clemente pegado en la heladera. Después en mi balcón, tomando birras que salieron 64 pesos y que ni teníamos ganas de tomar y la llamada por teléfono que anunciaba que otra vez más me quedaba sola.
Y me quedaba sola. Porque me odiaban casi tanto como yo los odiaba a todos ellos, porque eran la traducción perfecta de lo que me odiaba a mi misma, del daño que quería hacerme. Y no me importaba, te juro que no, pero, boludo ¿quién me manda a volver a esos lugares?