sábado, 18 de abril de 2015

Las cuatro de la tarde

¿Así que hoy vamos a hablar de indiferencia?
Me quedaba perfecto. Estaba sentadita, ahí, disfrutando trágicamente de mi soledad. Porque aceptémoslo, amaba ser la marginada, la incomprendida, la "no, boluda, si yo soy re diferente a todos los demás". Y seguía una y otra vez sentándome en los rincones. En las mesas de los rincones. En las sillas contra la pared de las mesas de los rincones. Y miraba, ni yo se que miraba. O qué buscaba mirar. Siempre terminaba viendo lo que tenía ganas y siempre terminaba escribiendo algo que me parecía espectacular y que quería publicar para que lo leas. Te admiraba un poco y me daba pena no leerte. Y tomaba café, mucho café, y mucha birra, y demasiado porro. Demasiado. Me gustaba hacer las cosas que vos hacías pero que no te gustaba que yo haga. Me obsesiono así ¿qué querés?
No entiendo por qué hay gente que nunca se termina de ir de tu vida.

Resulta que esa tarde, llegué a mi mesa del rincón, con mis aires de intelectualidad y desazón para con el mundo. Debo haber sacado una birome y debo haber empezado a escribir lo que veía a mi alrededor. Aunque no parezca, o aunque nadie haya formulado esta teoría (mentira seguramente ya fue pensada cientos de veces), a las cuatro de la tarde no pasa absolutamente nada. Es la hora muerta del día. Hagan el experimento. A las cuatro de la tarde te sentás en una cafetería y no hay ni siquiera un mozo. Esa tarde, a las cuatro de la tarde, en esa cafetería, en esa mesa, de ese rincón, estaba yo. Y bueno, tampoco exageremos, también había un par de personas desperdigadas por las mesas. Pero sucede que esa hora me fascinaba. Y eso que el cuatro es un número que detesto. Pero a las cuatro de la tarde acontece ese fenómeno de vacío total en la ciudad. Cuatro por cuatro dieciséis, dieciséis igual cuatro de la tarde. Perdón es que acabo de hacer ese razonamiento y no puedo evitar plasmarlo. Quizás algo tenga que ver con esta teoría. Al pedo estudié lo que es una teoría si después ando usando esa palabra para cualquier gilada que se me ocurre.
Habían pasado unos minutos y unos renglones garabateados, y como suele sucederme los miércoles que hace frío, me acordaba de vos. Seguro estaba por rendir alguna materia, porque si bien te dedicaba gran parte de mis pensamientos, otra parte estaba inevitablemente "en donde debía estar". Siempre me decías que me limito un montón. Y también me acuerdo de la charla sobre la escalera mecánica. Y no es que hablábamos sobre escaleras mecánicas, es que estábamos parados en una escalera mecánica cuando hablábamos ¿Te acordarás? Medio jodido.
Resulta que había un pacto implícito, una ley que si bien había sido acordada por ambos, nunca había sido exteriorizada. Nunca habíamos expresado nuestras voluntades de manera verbal o escrita o por signos inequívocos. Eramos puro tácito, tácito y más tácito. Sabés de lo que te hablo. Una vez más, no hace falta que sea expresa.
No tengo idea de por qué levanté la mirada justo en ese instante. Y tampoco sé por qué estabas vos justo en Buenos Aires y justo en la vereda de mí cafetería. Buenos Aires es mi circunscripción, sabés que no tenés que acercarte, sabés que podemos salir lastimados. No sé por qué se me ocurrió mirar por la ventana, y doy gracias por haber estado oculta en mi mesa del rincón. Pero te vi, con las manos en los bolsillos, ese gesto tan típico y esos ojos que hasta sonriendo son tristes. Ahora ni siquiera sé si en serio te vi. Elijo creer que sí. Y elegí también, seguir ocultándome. Creo que fue porque eran las cuatro de la tarde, y nada puede suceder a las cuatro de la tarde.

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