martes, 7 de julio de 2015

Remera finita

El chirrido del timbre lo arrancó del sopor en el que las imágenes del televisor lo habían sumido. Se llevó el cigarrillo a la boca, aspiro profundamente y lo dejó apoyado, consumiéndose en el platito de porcelana blanca que hacía las veces de cenicero. Se levantó pesadamente, tomó el teléfono del portero e intercambió un par de palabras. Lentamente (o quizás tan sólo así lo sentía) recorrió la distancia que lo separaba de la puerta de su departamento. Bajó los dos pisos, como sorteando obstáculos, pero agradeciendo que la calefacción central le permitiera vestir tan sólo joggings y una remera finita en pleno invierno.
Sonrió al verla a través de la puerta de vidrio que, por cierto, clamaba una limpieza a gritos.
Apenas se le veía una porción de cara, y aún así pudo adivinar que estaba sonriendo emocionada mientras, sin adolecer de cierto esfuerzo, levantaba el antebrazo para saludarlo con la mano enguantada. Todo su cuerpo aparentaba un gracioso y descabellado tamaño, debido a las múltiples capas de ropa que, esa tarde gris, vestía.
Entre risas, le abrió la puerta, y por un instante, la remera finita no fue suficiente para hacer frente al viento helado que entró acompañándola. Subieron, codo a codo, los dos pisos mientras comentaban alguna que otra cuestión banal.
Que el colectivo había tardado, que no sabés lo que me pasó en la parada, que hoy no almorcé así que alimentame, porfa.
Ya dentro del departamento, con la puerta cerrada y el televisor de fondo, comenzó el espectáculo que él tanto disfrutaba: Sin dejar de hablar, comenzó a despojarse de lo que la cubría. Primero dejó la mochila en el sillón, al tiempo que le contaba la cantidad de perros callejeros a la intemperie que había visto en el camino; luego se desenredó los auriculares del cuello, comentando algún ejemplo dado en alguna clase por algún profesor; más tarde fue la gruesa campera, dejando ya, ver el tamaño real de su cuerpo: "hoy tomé un litro de té"; llegó el turno de la bufanda, enroscada también con sus mechas larguísimas, la vio combatir con ella mientras su monólogo discurría sin interrumpirse, quizás le hablaba sobre una foto que había sacado y que luego le mostraría; casi inmediatamente la observo saliendo deliciosamente del último pulóver que (¡al fin!) la dejaba vistiendo una remera finita.
Cayó, con un suspiro, en la silla más cercana, medio riéndose de la ridícula montaña que su ropa había formado en el sillón, y se inclinó hacia él, regalándole un beso bastante largo, poniendo un freno, por primera vez desde que había llegado, a sus palabras.
En ese instante, él descubrió por qué adoraba tanto ese ritual invernal. No hace mucho que compartían su existencia el uno con el otro, quizás todo había sido muy rápido, eso decía la gente, pero ¿contaba realmente el tiempo cuando los sentimientos eran así de fuertes?
No necesitaban explicaciones, pero él se dio una en ese momento: verla desvestirse de a poco, mientras le contaba de su cotidianidad, reflejaba infinitamente su simpleza y era, conjuntamente, una analogía para la manera en la que, sencillamente también, le había desnudado su mente.

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