lunes, 16 de noviembre de 2015

El chicle

Hoy te quise hablar en el colectivo. Íbamos los dos, uno al lado del otro, sentados a la par, en el fondo del bendito 60. Vos ibas leyendo una especie de libreto teatral muy manoseado, impreso en hojas A4, de lo que a través de furtivas y fugaces ojeadas, deduje una parte te correspondía. Habían líneas tachadas, así como también resaltadas, que creí, era porque te correspondían. Y mascabas un chicle, rápido, fuerte, violento, como traspasando los nervios hacia esa masa gomosa, destruyéndolo una y otra vez con la ansiedad que detectaba.
Me dieron ganas de decirte hola. Que si ibas a una audición, y que me respondas que sí, entre una sonrisa que no habías planeado, fruto del inesperado cálido gesto. Me dieron ganas de preguntarte si estabas nerviosa, y entre otra sonrisa inesperada, sumado a un revoleo de ojos resultado de la vergüenza, me respondas que si. Para decirte yo que lo sentí, y se nota a kilómetros. Y que sonrías. Y que te aflojes. Pero que sigas nerviosa.
Me dieron ganas de decirte que mis creencias ideológicas existencialistas me impedían decirte que no te preocupes que "lo que tiene que suceder va a suceder" -porque eso no hacia más que justificar la irresponsabilidad y la inconsciencia, un rasgo por demás mediocre- pero que en alguna instancia algo nos excede, y que allí sí no se puede hacer nada, más que observar. Me dieron ganas de preguntarte qué era lo más malo que podía llegar a suceder, y que me respondas que el hecho de que no te acepten. Me dieron ganas de responderte que no era tan grave, y que ya habría otra obra, en otro lugar y otro momento. Y que te des cuenta que efectivamente no es tan grave -"no es la muerte de nadie", diría mi vieja- y sonrías, y te aflojes, y yo poder sentir eso, y aflojarme. Verte sonreír. Me dieron ganas de verte dejar de mascar ese chicle por el mero hecho de sonreír.
Pero me dio vergüenza. Pensé en el infinito paquete posibilidades alternativas -negativas- que podrían ir surgiendo a medida que se podía ir llevando a cabo la situación. Primero le eché la culpa al sistema. Luego al capitalismo. Luego a la globalización. "Sistema hijo de puta, sólo se preocupa en formar cuerpos dóciles para poder explotarlos, individualismos narcisistas, cerrados." Luego al sistema que me explota día a día, de mismo nombre y origen. "Estoy cansado, y sin ganas, por eso evito éste encuentro. Es es lo que éste sistema hace, eso es lo que quieren y les conviene, que sólo estemos preocupados en el consumo, en nosotros mismos, que no nos relacionemos."
Luego me vi a mi mismo en retrospectiva, desde la lejanía. Me vi a mi mismo con cara de cansado, pensando y echando culpas al bendito sistema que creo externo a mí. Me vi a mi mismo a tu lado. Callado. Desparramando culpas a múltiples lugares. Y me vi a mi mismo leyendo a Sartre, leyendo la Náusea, y El existencialismo es un humanismo. Y me vi pensando y aseverando, que el hombre es responsable de sí mismo y todos los hombres. Y vi la contradicción. Y me di cuenta que no es culpa del sistema, que no es culpa de la globalización, ni del trabajo que me explota. Me di cuenta que me gusta imaginarme y construirme los diálogos, que me gusta idealizar, que me gusta perfeccionar. Y llevarlo a la realidad sólo lo mancharía, lo corrompería. Y en el fondo, no quería.
Y te mire una vez más, y seguías mirando concentrada, preocupada, tu papel, ansiosa, mascando tu chicle. Y ya no sentía tu ansiedad, ni las ganas de hablarte. Sentí una aplacadora y amarga sensación de realidad, de esas que uno se lleva cuando descubre algo escarbando un poco, pero que en el fondo, ya la sospechaba. Una realidad poco sorpresiva y más que anunciada.
Así que me acomodé en el asiento y esperé a llegar a casa, con los ojos bien y plácidamente cerrados, producto del cansancio acumuládonse tras una tradicional jornada de explotación capitalista. Ignorándote e ignorándome a mi mismo también. Porque vos eras yo, como yo también era al mismo tiempo todos los hombres que estaban en ese 60 ese martes a las 5 de la tarde. Y es por eso, que ya no tenía necesidad de hablar, ni hablarte. Conocía a todos los hombres porque yo era todos los hombres. Es por eso que a través del silencio, los tuve que desconocer.

Juan Perrotat

lunes, 9 de noviembre de 2015

El chino de Armenia y Güemes

¿Quién me manda a meterme a estos lugares? No aprendo más, te juro. Era obvio que ibas a estar ahí, con el canasto azul, destartalado, lleno hasta el tope con cajas de Trix, jugo Ades de manzana y Serenitos. Era más que seguro que iba a sentir que me tocabas el hombro, con un ademán indiferente, y que yo iba a girar para admirar el penoso espectáculo del jogging viejo con las ojotas  y tus horribles dedos de los pies. No se para que hago las cosas. Quizás es porque lo venía pensando hace rato. La profecía autocumplida. No soportaba que no fuese a pasar. Tantas veces lo había reproducido en mi cabeza que ese incómodo momento se me hacía familiar, y hasta me trajo alivio. Subí caminando los dos pisos, arrastrando los pies y entré al monoambiente oscuro, inmundo -como siempre- con el deprimente empapelado azul símil pátina. La pantalla led todavía sin colgar y apoyada en el escritorio y un destornillador solitario. Al rato de haberme dormido, volví a sentir la lengua áspera en la nariz, reclamando que me despertara, que le diera bola, que le diera de comer del pote de cuarto kilo de helado de crema de coco y chocolate. Y un peso en el pecho. Volví a intentar calcular el peso del pequeño mamífero, pero no sirvo para esas cosas. Por supuesto que ni te despertaste. Salí a la noche de Palermo y el viento me pegó fuerte en la cara. Pero todavía no estaba satisfecha. Me faltaba algo. Me tome el 152 en Santa Fe y con amargura vi aparecer la torre de la estación Retiro. Me bajé y caminé, y ¡la puta madre! ¿quién me manda a meterme a esos lugares?
Vi como el tren rojo se asomaba al andén y espere sentada en la columna de siempre. Y era obvio, boludo, era obvio. Venías mirando el celular, sonriendo, con los colmillos marcadísimos, con la guitarra al hombro y odiándome con todo tu corazón cuando levantaste la mirada y me viste. Todo Retiro se ralentizó -como siempre pasa- y tardaste una eternidad en sortear los metros que te separaban de la columna. Y nos tomamos un colectivo en el metrobus. Y como siempre ibas en silencio, con esas Converse roñosas que no te sacas ni para bañarte. Te seguías acordando el número de mi departamento y comimos fideos con manteca sin hablar. Me desperté porque te vi sentado en la cama, enojado, porque yo no te bancaba y había puesto una almohada separándonos. Y a vos te dolía. ¿Pero qué querés que haga?
Terminé echándote, como siempre. Y terminamos llorando abrazados en Retiro, vos arriba del tren, sacando medio cuerpo por la ventana del vagón y yo abajo, deseando que el tren saliera ya. Creo que nunca voy a quererte.
Y pasaron muchas cosas. Se me mezclan en la mente.
De repente estaba borracha sobre avenida San Martín, con alguien parándome un taxi y dándome un billete de 50 pesos arrugados "sorry, no tengo más, ojalá te alcance". Enseguida tocando el timbre del 7mo D y charlando de fútbol en un colchón tirando en el piso del living (aunque odio el fútbol y no entiendo nada). Al rato alguien pidiéndome que no tomara tanto y que mejor fuéramos al cine a ver una película que ya había visto dos veces y comprándome una bolsa grande de caramelos masticables. Cuando menos me lo esperaba estaba haciéndome la buenita, y leíamos tirados en Plaza Francia y le comprabas calendarios pedorros a un chanta que no me banco. Pero sigo teniendo el detestable calendario de Clemente pegado en la heladera. Después en mi balcón, tomando birras que salieron 64 pesos y que ni teníamos ganas de tomar y la llamada por teléfono que anunciaba que otra vez más me quedaba sola.
Y me quedaba sola. Porque me odiaban casi tanto como yo los odiaba a todos ellos, porque eran la traducción perfecta de lo que me odiaba a mi misma, del daño que quería hacerme. Y no me importaba, te juro que no, pero, boludo ¿quién me manda a volver a esos lugares?

lunes, 26 de octubre de 2015

El viejo

"Che, che, nena".
Me gritan desde un balcón bajito de un primer piso a la calle. Es un viejo de musculosa, me hace acordar al Pepe Mujica. Tiene un pucho en la mano y está rodeado de plantas frondosísimas.
"¿No me alcanzás el diario que se me cayó?"
Miro al piso, ahi en frente de mis pies, y me agacho a recogerlo. Momento incómodo. Hago puntitas de pie -mi altura no contribuye a la causa- y él se inclina sobre la baranda, dejando peligrosamente medio cuerpo afuera. Me percato de todo esto medio entrecortadamente, intento levantar un poquito más el brazo y comienzo a sentir toda la sangre acumulada en mi cara. Siempre me pongo roja. Al fin logra cazar el diario, pero se ve que le requirió tanto esfuerzo que no logró mantener el pucho en la mano. 
Lo soltó. 
En mi cabeza. 
Sólo volvés a recordar lo asqueroso que es el olor a pelo quemado cuando lo sentís. Se me comenzó a incendiar el bocho. Atiné a manotearme, para intentar ahogar al incipiente fuego, pero no fue tan efectivo. O al menos nunca pude comprobarlo, porque justo en ese momento sentí como me caía una cascada de agua encima. Mire para arriba de nuevo, conteniendo mi indignación, y lo vi ahí, con un balde rojo, todavía inclinado hacia mi.
"Perdoname gurisa, perdoname, es que te prendías fuego"
Respiré hondo, repitiéndome "es un viejito Ale, es un viejito, dale"
"No pasa nada, señor". Sonrisa.
"Nooo, pero cómo que no pasa nada, nena, aguantame ahí que ya bajo". Desaparece entre sus plantas.
No estaba muy cómoda con eso de esperar, pero estaba íntegramente mojada, yo y mis cuadernos (lo que más me picaba en ese momento era someterlos a una intensa sesión de secador de pelo). Lo esperé. 
Estaba en la calle Paraná, cerquita de la Vicente López. Hay muchos árboles en esa cuadra. Y muchas señoras con perritos fifí que te miran raro si estás parada en la puerta de un edificio chorreando de pies a cabeza. Sentí que abrió la puerta. Era el estereotipo de viejo: medias blancas hasta la mitad de la canilla, pantuflas, calzones por abajo de la rodilla y la musculosa que ya conocía. 
"Pasa, pasa, que te doy una toalla, disculpame, che, ya estoy gagá".
Disimulé mi malhumor con una risita falsa.
"¿Señor tiene secador de pelo?"
"Si, nena, pero claro, pasá por favor".
Pasé. Incómoda. No sé si por estar empapada, por estar entrando al departamento de un extraño, o por toda la situación en sí. Llamó al ascensor y siguió disculpándose, dando explicaciones, que se distrajo, que cómo va a soltar el pucho, que eso le pasa por viejo, que todo se le cae, que menos mal todavía algo podía pensar, que sin su cerebro se muere. (No shit, Sherlock).
Estaba enojada con el viejo, no quería llegar tarde, no quería estar en su casa, no quería estar mojada, no quería perder los resúmenes de Contratos. Me permití odiarlo un poco. Me permití mirarlo con bronca a través del espejo del ascensor. Le dejé que con esfuerzo me abra la puerta. Que se joda por haberme tirado un balde de agua. A quién mierda se le ocurre tirarte un balde de agua en medio de la calle, la puta madre. 
Intentó charlarme, y me dejó parada en la cocina sola para ir a buscar el secador. Me trajo una toalla también y comenzó la epopeya de secar una por una las hojas del cuaderno. Desde la cocina veía el balcón. Me gustan las plantas, lo envidié por ser viejo y poder tener plantas frondosas. Me ataqué por no poder hacer crecer así ni un helecho. Si yo tuviera todos esos años seguramente mis plantas también serían frondosas.
"¿Cuantos años tenés, nena?". Comenzó el interrogatorio, y de a poco me fui aflojando. El ruido del secador de pelo nos obligaba a hablar casi a los gritos y en un suspiro nos habíamos enfrascado en una acalorada discusión sobre las elecciones. El viejo era medio peroncho. A mi me gusta criticar al peronismo. Los dos defenestramos a los globitos amarillos y de repente estabamos hablando de Hegel y Marx y Keynes. Hace rato que las hojas de los resúmenes descansaban sequitas en la mesada y me ofreció un mate. Charlamos y charlamos, y yo miraba como el solcito comenzaba a dibujar un contraluz en las plantas del balcón. Las mire con ternura. Alcancé a ver el diario tirado en el piso. El episodio del pucho y del balde parecía tan lejano...
El viejo se había puesto pantalones y me hablaba de Julio Verne. Coincidimos en que era un visionario y nos reímos porque la gente no sabe por qué el pececito se llama Nemo. Me preguntó si quería que me muestre su biblioteca. Apuesto a que se me iluminaron los ojos. 
Fuimos al living, yo ya ni goteando, pero con la toalla todavía alrededor de los hombros, y prendió una luz. Casi me caigo. Era inmensa, increíble
"¿Te gusta Sartre?". Casi me caigo por segunda vez. Entendí por fin la famosa frase de no caber dentro de uno mismo. No cabía en mi. Mis manos, mis ojos, discurrieron en una infinidad de páginas amarillentas, de lomos de libros avejentados, de Nietzsches, de Heideggers, de Kierkegaards, de Spinozas. Me emborraché. Quería frotar mi cara en su biblioteca, quería hacerme chiquitita y perderme entre las páginas, o hacerme grande, para poder engullir -literalmente- cada uno de los tomos. El viejo se reía y tomaba mate. Yo le pedía más. Enseñame, viejo, me lo debés, me cagaste mojando, me quemaste el pelo, contame ¿los leíste todos?
Me zumbaban los oídos y de repente dejé de entender lo que estaba pasando. Sentí que me iba a desmayar. Estaba borracha. Me gustan demasiado los libros. Sentí que iba a vomitar y me senté en el piso. El viejo me acunó la cabeza y me dio otro mate. Se sonreía a sí mismo. 
Puso voz solemne y me gritó el aforismo 114 de La Gaya Ciencia:

"La imagen que vemos por primera vez es construida con ayuda de todas nuestras experiencias antiguas, según el grado de probidad y equidad que tenemos cada vez. Hasta en el campo de la percepción sensible no hay más experiencias vividas que las morales".

Ví como desde el balcón a una chica le tiraban encima un baldazo de agua fría.

jueves, 22 de octubre de 2015

Así es el calor

Una tarde calurosa y un bondi lleno, la increíble suerte de haber encontrado un asiento vacío y las gotitas de la botella de plástico resbalando cuasi eróticamente, mojandole los dedos. Se la llevó a la nuca, disfrutando del incisivo frío, que se le metía por la piel. Un suspiro. Una tarde lenta y pesada, agobiante, un sorbo de agua que no aceleraba el tránsito. A veces la lentitud se le hacía necesaria. Una mujer se le pegaba demasiado en el asiento contiguo y ella optaba por correrse más y más hacia la ventana. Otro sorbo, pero no tan largo porque el medio litro debía durarle hasta el final del recorrido. Contó veintisiete personas que pasaron al lado del colectivo mientras estaba parado en una luz roja y las volvió  a contar cuando de una vez por todas volvió a arrancar. Qué fácil es que lo placentero, lo necesario, se convierta en insoportable. Miró al techo durante un rato, con la cabeza apoyada en el respaldo, respirando pausadamente y sintiendo una gotita que le resbalaba justo por el medio del pecho. Quiso seguirle el recorrido con la mente ¿dónde se había originado? ¿cómo identificar si era parte del sudor de la botella o del propio? Seguramente fuese una mezcla. La sintió continuar su camino hasta extinguirse en la remera, junto con muchas otras compañeras que ya formaban una constelación en la tela de color claro por la que había optado más temprano. Deseó intensamente sacarse las zapatillas y las medias y caminar descalza sobre el pasto. Hacía bastante que no se permitía ese placer, y es que después de todo no era tan fácil, como mucho se permitía andar en patas sobre el parqué del piso de su departamento, pero ¿pasto? No recordaba haberlo pisado en los últimos meses, ni con zapatillas. Es que era eso lo que le dejaba la ciudad: el cemento guarda bien el calor, y los edificios bloquean perfectamente el viento, como para que lo único que anheles sea llegar al cobijo de un aire acondicionado. Le entró el apuro: imaginó el momento en el que podría librarse de la ropa, quería estirarse sobre el suelo y mirar el cielo sin esos absurdos impedimentos (la ropa y los edificios y los cables).
De repente todo se hizo más pesado: la mujer de al lado, el tráfico, la ropa, el bolso entre sus piernas, su cabeza. Le sobrevino esa horrible sensación de cuando te estás haciendo pis hace rato y estas justo llegando a la puerta de tu casa. Morirse de ganas.
Repitió la maniobra de la botella en la nuca, y esta vez fue más allá y se rodeó todo el cuello. Una carrera de minúsculas gotitas le recorrió el cuerpo y notó como un tipo la miraba de arriba a abajo. Por un momento se sintió desprotegida, luego la bronca, pronto lo olvidó.
Volvió a mirar por la ventana, con incredulidad ante el silencio de la ciudad. La hora de la siesta es silenciosa aunque estés en medio de Once, es un fenómeno curioso, tal vez sea que todos nos volvemos un poco sordos después de almorzar. No había comido nada porque sabía que allá siempre había comida y detestaba cocinar para ella sola, le hizo ruido la panza (¡hizo ruido!) y quiso acallarla con el último trago de agua que quedaba. Ya estaba cerca.
Reconoció el giro del colectivo, que dejaba atrás la parte "más ciudad" de la ciudad, y se abría paso entre casitas bajas. Qué alivio.
La ansiedad volvió a invadirla y sintió unas ganas locas de pararse y hacer esas últimas cuadras corriendo para calmarse, pero se obligó a mantener el culo en el asiento "dale, dale, dale, que ya llegás". Era inútil disimular su transpiración, y lo sabía, sabía también que no molestaba a nadie, menos que menos a quien la estaba esperando. Se sonrió cuando se imagino la situación.
El calor crecía y crecía y no había vientito que lo calmara. Se colgó el bolso en el hombro y guardó la botella de plástico vacía y seca, le pasó por encima a la mujer, pegándose bastante, como para vengarse y caminó entre la gente hasta la puerta de atrás. El corazón se le salía por todos lados, cerró los ojos y tocó el timbre para avisar que bajaba. El ruido la ensordeció y la sacó de su ensoñación: entraba a laburar hasta las diez de la noche.

lunes, 19 de octubre de 2015

Tormentas

Hace meses que tengo este texto en la punta de los dedos, desde la noche anterior a mi cumpleaños, para ser exacta. Llovía de una manera impresionante y toda tormenta desata en mi el momento en el que me di cuenta del por qué de lo increiblemente aterradoras que me resultan.
Acabo de colgar el teléfono con mamá. Me dijo "no te asustes, es un fenómeno metereológico". Y no es que no lo sepa, y no es que no haya intentado mil y un maneras de erradicar el miedo que producen en mí. Leandro me hacía contar los segundos entre el relámpago y el trueno. Me distraía, pero no podía quitar de mi cabeza esa sensación insoportable de nerviosismo.
"Cuanto más cuentes, es que más lejos cayó el rayo". Imaginen como temblaba cuando apenas llegaba a contar hasta dos.
Cuando tenía seis años, mamá nos leía los cuentos de Washington Irving, hacía poco tiempo habíamos estado en la Alhambra, y los escenarios nos parecían tan cercanos que podíamos escuchar ensimismadas durante horas los relatos de príncipes y princesas moros. Hay varios que podría relatar de memoria, pero el que viene al caso es uno sobre tres princesas, hijas de un tal Mohamed el Zurdo, que vivían confinadas en un palacio con vista al Meditarráneo. Habían nacido con diferencia de tres minutos entre cada una (qué pintoresco) y a cada una le correspondía una cualidad (si no cómo podríamos identificarlas ¿no? já). Zayda, la mayor, era la valiente, la intrépida, la que siempre iba al frente (hasta fue la primera en nacer); Zorayda, la del medio, era bella y vanidosa: admiraba la hermosura en general, y era en ella misma en donde más la encontraba; y a Zorahayda, la menor, la caracterizaba su sensibilidad. Y es justo en la descripción de esta última hermana donde encontraba el detalle que más me llamaba la atención (y me sigue llamando y sigo recordando cada vez que una tormenta se asoma), Zorahayda se maravillaba ante la inconmensurabilidad de la naturaleza, ante lo magnífico de sus fenómenos, pero bastaba apenas un rayo para hacer que se desmayara.
¿Puede algo tan fascinante sacudirlo a uno de tal forma?
Me bajé del colectivo en avenida Santa Fe y corrí bajo la lluvia hacia mi departamento. A mitad de cuadra se cortó la luz y un relámpago partió el cielo, iluminándome a mí y a mi absurda sensibilidad. No bastó para que me desmayara, pero por lo menos fue suficiente para que de una vez por todas materializara esta idea.
Y no seré una princesa mora, y no me desmayaré cada vez que los vidrios de la puerta del balcón tiemblan casi como a punto de quebrarse, pero sigo sufriendo cada tormenta eléctrica y esperando con una contradictoria ansiedad cada relámpago, como creyendo que si por alguna extraña razón cayeran todos seguidos, uno tras otro, el martirio acabaría más rápido.
Y uno sabe que no es tan grave, que la tormenta va a pasar, pero mientras tanto, Zorahayda, yo te entiendo.

miércoles, 14 de octubre de 2015

Secuencias

Ayer vi cómo le robaban el maletín a un oficinista.
En realidad, vi justo el momento en el que se daba cuenta de que se lo habían sacado. No puedo explicarte la cara de desesperación, de desazón completa. Vi a un oficinista llorar en un café repleto de ojos mirándolo. Lo vi salir y entrar (el gran ventanal me permitía ver como continuaba su llanto en la vereda) repetidas veces. Corría hacia la esquina más próxima, como con la esperanza de encontrar al punga, con los deseos irrefrenables de agarrarlo del cuello y cagarlo a palos, de demostrarle que "eso no se hace". Enseguida volvía a entrar por la puerta del bar enjugándose las lágrimas y abrazando a una chica que lo esperaba petrificada al lado de la mesa de la que, segundos antes, se había levantado con horror. La secuencia se repetía una y otra vez. Se sentaba, se paraba, corría a la puerta del bar, miraba hacia ambas esquinas, elegía correr hacia alguna, volvía derrotado, se secaba las lágrimas, abrazaba a la chica, se sentaba... Se me hizo insoportable.
¿Cuánto tiempo más iba a durar? No dejaba de oscilar entre la resignación y la esperanza. Los ojos eran una mezcla de profunda tristeza y de enojo. Pero no. No era una mezcla. No podía ver tristeza y enojo al mismo tiempo, pero los períodos en que cada sentimiento se expresaba eran tan cortos y tan sucesivos, tan rápidos, que mi mente los confundía. Si lograba abstraerme, si conseguía ralentizar la secuencia lo suficiente, aparecían diferenciados, incluso unas burbujas indicadoras aparecían al costado: "esto es signo de tristeza", "esta expresión es de profundo enojo". Una suerte de faino me permitía ver.
¿Y si la luz, lo que me permitía ver con más claridad, era simplemente una desaceleración?

Ayer vi cómo le robaban el maletín a un oficinista. No puedo explicarte la cara que puso cuando se dio cuenta.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Sobre llorar en lugares públicos

Un violín me desgarra el pecho, y siento que me muero mientras veo diminutas gotitas chocando contra el vidrio de la ventana del tren. 
¿Es posible estar tan triste con tanta felicidad? 
Recorrí cielos enteros, me probé diez mil sombreros y caí en picada una y otra vez. Qué fácil es sentirse frágil. Un soplido recorre un camino casi como predestinado, es tenue pero, sin embargo, decidido.
¿Sabe el viento hacia dónde va?
Un remolino de contradicciones me inunda el cuerpo, las siento entrar como una luz blanca en medio de la frente. Pegajosas, densas, se adhieren a las paredes de mis venas, se incrustan en los tejidos. Una vez más grito en silencio. Grito con los ojos, anegados. La quietud es insoportable. Quiero levantarme del asiento y correr por los pasillos. Quiero que cambie este paisaje tan estable. Pero la tormenta esta adentro y no puedo exteriorizarla. 
Se repiten en mi cabeza secuencias de las horas anteriores, de los días anteriores, de los meses anteriores, de los años anteriores. Y modifico el pasado a mi gusto y conveniencia. Tan creadora de este presente que detesto, pero al que me apego como si no existiera nada más. Y es que no existe nada más. Y vuelvo a sentir que me odio, pero que al mismo tiempo no hay nada ni nadie mejor que yo. 
Detrás mío alguien levanta la mano y desata una cadena de sucesos insoportables. 
Hoy camine tres cuadras bajo la lluvia porque no puedo hacer resúmenes de la facultad si no es con birome azul.
A veces me gustaría dejar de hacer tantas pelotudeces.
Súbitamente me sobreviene una hipersensibilidad y vuelvo a llorar cuando escucho un trueno. Y me parece trágico estar llorando. Me parece trágica mi estupidez. 
De vez en cuando me deleito autocompadeciéndome, jactándome de mi desgracia ¡ah, queridísima victimización! Que delicioso es llorar en público y a los gritos. Que preciosura sollozar frente a decenas de personas, viajando en un vagón de subte. Es ciertamente liberador. ¡Mírenme! ¡Miren que triste estoy! ¡Cuidado que puedo tirarme a las vías y hacerlos llegar tarde! Más les vale ofrecerme una carilina. Hace unos días se me acerco un hombre y me dio el número de un pastor evangelista que iba a ayudarme a encontrar mi camino. Una vez una mujer que iba leyendo la biografía de Frida Kahlo me agarró de la mano y me regaló un señalador con una frase de autoayuda. Un chico se sentó en el piso conmigo y se quedó en silencio hasta que me bajé en Villa Urquiza. 
¿Qué es lo que lleva a la gente a llorar en lugares repletos de personas?
Es que si llorás sólo, encerrado en tu cuarto o recluido en vos mismo, es como el árbol que se cae en medio del bosque sin que nadie lo escuche ¿hace o no hace ruido al caer?
Supongo que lo que me lleva a llorar en público es la necesidad de que alguien escuche como vuelvo a caer, una y otra vez.

lunes, 24 de agosto de 2015

Alfonsina y el mar (y de suicidas contemporáneos)

"Te vas Alfonsina con tu soledad
¿qué poemas nuevos fuiste a buscar?
y una voz antigua de viento y de sal
te requiebra el alma y la está llevando
y te vas hacia allá, como en sueños
dormida Alfonsina, vestida de mar."

Volví a cursar. Otro cuatrimestre, el último del año, el segundo del año, en el que siempre, siempre estamos más agotados. Y no tuve mejor idea que anotarme a las siete de la mañana. Dudo mucho de mi lucidez al momento de inscribirme a materias, pero, por otro lado, sé que estoy bastante conciente, y de que tengo mis razones sólidas para hacerlo. Me parece bastante egocéntrico pretender que soy la única que lo siente, pero es claro que tampoco es el común denominador, al menos no en la medida en la que lo siento en mi: ésta profunda, insoportable ambivalencia. Es difícil que me arroje con un convencimiento completo sobre alguna cuestión y, en el extraño caso de que esto ocurra, es probable que en un corto lapso, termine por cuestionarme. Un constante cuestionamiento, que da lugar a un claro incoformismo que, inevitablemente (y contradictoriamente, también) se traduce en resignación. No soy lo suficientemente libre de estructuras como para hacer lo que quiera, siempre hay algo dando vueltas por ahí, llamándome a la consecuencia. ¿Cómo actuar consecuentemente cuando dentro de mi se libra una batalla perpetua? Así que me atengo a las decisiones que implican una subordinación, tarde o temprano, aunque en el momento haya estado contenta de tomar la decisión. Así que me someto, y hasta disfruto de hacerlo, me dota de una placentera estabilidad, que al mismo tiempo, aborrezco. 
¿Qué es lo que disfruto de cursar a las siete de la mañana? El camino a la facultad. Vivo cerca, camino hasta ahí en unos veinte minutos y, aunque me cueste, creo que el momento entre las seis y las siete es algo mágico en esta ciudad, apenas despertando. Auriculares y poco abrigo fueron los protagonistas de esta mañana (me cagué de frío por necia). Ah, y también Alfonsina Storni. Soñé con ella, anoche. Me recitaba un poema, antes de arrojarse de la escollera del Club Argentino de Mujeres en La Perla. Me resulta gracioso que tengamos este impulso de envolver con un manto poético al suicidio. Félix Luna fue uno de los responsables de crear el preciosísimo mito urbano de Alfonsina entrando, caminando, lentamente al mar, entregándose a su fuerza, convirtiéndose, al fin, en lo que tantas veces y con tanto ímpetu, había deseado

("Mar, yo soñaba ser como tú eres, 
Allá en las tardes que la vida mía 
Bajo las horas cálidas se abría... 
Ah, yo soñaba ser como tú eres. ")

Alfonsina no entró al mar, Alfonsina se arrojó, se tiró al mar. Alfonsina se suicidó. ¿De dónde carajos sale este afán literatizador de algo tan humano como el suicidio, como las ganas de morirse? No creo que sea el único caso en que esto haya ocurrido. Y no creo, tampoco, que exista persona sobre este mundo sin una (aunque sea ligerísima) tendencia al suicidio. Y no hace falta pensar en abandonar el mundo físico. Yo misma, al renunciar a mi ambivalencia y sujetarme a mis propias decisiones, me estoy asesinando (aunque creo tener tendencias mucho más fuertes que esa). Todos los días nos suicidamos. Levantarme de la cama a las seis de la mañana es suicidarme, aunque después disfrute de ello. Quedarme en la cama hasta el mediodía también es suicidarme. Tenemos tantos fragmentos dentro de nosotros que concibo imposible que no estemos siempre asesinando a alguna partecita, para que las demás florezcan.
Aunque considere ridícula la leyenda de Alfonsina, no puedo negar que adoro la canción. En el camino a la facultad, mientras iba dibujando ideas en mi cabeza, apareció aleatoriamente en una lista de reproducción una versión de Calamaro (que, vamos a decirlo de paso, es una de mis favoritas).
Caminé cantándola, acompañada de otros de los protagonistas de mis mañanas rumbo a cursar: los porteros manguereando las veredas. Y tuve una magnífica idea: si alguna vez me decido por el suicidio material, será entre las seis y las siete de la mañana, y ruego que alguien tenga la consideración de crear una leyenda en torno a mí, con porteros, mangueras y pies mojados como protagonistas. 

sábado, 22 de agosto de 2015

El encendedor

Te empecinabas en prender un cigarrillo en una esquina con un encendedor que, claramente, no funcionaba. Me acerqué y disparé algún chiste tonto. Me miraste con cara de pocos amigos, despeinada. Me apuré a buscar en mis bolsillos el encendedor rosa que le había robado a mi hermana y te lo ofrecí. Te sonreíste y tiraste el tuyo, resignada. Quise comenzar una charla, probablemente comentándote sobre el horroroso viento que estaba azotando a la ciudad. Creo que no entendiste, y no supiste qué contestar, o si contestar, siquiera. Así que te pregunté si podía acompañarte un rato. Me miraste confundida (una vez más) pero asintiendo. Y así comenzó.
De repente, estábamos un día caminando de la mano, cantando The Black Keys a los gritos. Cruzábamos calles corriendo, aunque los semáforos siempre estaban en verde para nosotros, dándonos paso. Una extraña sensación de aceleración nos invadía. Me leíste Saramago en voz alta, quejándote de su evidente mala relación con los puntos (seguidos y aparte), y pocas cosas te irritaban tanto como el que no te diera el aire para completar las frases: "¡dale hijo de puta, basta de comas!". Odiabas el apio, y una noche, sentados en el piso de la cocina, te comiste como veinte varillas sólo para contradecirme. y me tuve que comer tus benditas hamburguesas de lentejas. Y terminaron gustándome. Un día llegaste llorando a mi casa, mostrándome los dedos llenos de espinas, no habías tenido mejor idea que trasplantar tus cactus aduciendo que como te querían, no te iban a pinchar. Qué linda tu voz de resentimiento. Decidimos escribir una larga carta del lector, ideando teorías para responder la pregunta de por qué las maquinitas de cargar sube no aceptaban billetes de 20, y claro, aprovechamos para despotricar contra Rosas. (Bien que después te quedabas horas y horas atontada mirando a Manuelita en el Pridiliano Pueyrredón del MNBA). Perdí la cuenta de cuantas tazas de té te volqué encima, pero te acostumbraste a mi torpeza, e incluso te hiciste amiga. También perdía la cuenta de las veces que nos agarró la lluvia en medio de la calle y corrimos a refugiarnos en algún café, porque ¿para qué más sirven las tormentas que para ser una excusa para correr a refugiarnos a cafés?
Transcurrieron momentos en forma de días, de meses, de años, y siempre nos preguntamos por qué habíamos decidido ordenarnos de ese modo. Comíamos, leíamos, escuchábamos música, y de a poco tu vida fue mi vida y mi vida la tuya y casi que ya no teníamos razón para no juntarlas cada vez más y más. Y pasó el tiempo.
Fuimos envejeciendo juntos, de a poquito, y de a poquito, también, fuiste venciendo tu miedo a envejecer. Nos mudamos de la ciudad para "ver más verde", pero la realidad era que nuestras piernas no soportaban ya subir los dos tramos de escaleras de nuestro departamento en Almagro. Y se veía más lindo el cielo. Y estábamos juntos para verlo. Y al final, era lo que nos importaba.


Pero, de repente, en el último intento, el encendedor dio a luz una pequeña y débil llama, prendiste el cigarrillo y cruzaste la calle, perdiéndote entre la gente, apresurada. Y yo me quedé en la esquina, con el peso del encendedor rosa que le había robado a mi hermana, oprimiéndome en el pantalón.

jueves, 6 de agosto de 2015

Sopa de letras

Algo me pasa.
Una intensa angustia me atacó.
Creo que siento que escribo mal, que no tengo sentido ni dirección, que no comunico, que soy vacía.
¿Alguna vez pensé distinto sobre mí misma?
Cené sopa de letras y creo que de ahí nace esta sensación.
Entre torrentes de líquido amarillento nadan fideitos minúsculos con forma de letras. Grandes sorbos se cuelan en mi boca. Las mastico, mezclándolas con la saliva, formando un desagradable bolo alimenticio. Qué detestable me resulta a veces la cavidad bucal. 
Cené sopa de letras, pero creo que estaba en conflicto desde antes.
Quizás fue ese el motivo por el cual me decidí por ese menú.
¿Necesito letras en mi organismo? ¿Soy tan poco capaz de formular oraciones bonitas y elocuentes, que termino por optar por hacerlas entrar, mezcladas en mi boca, sin ningún tipo de sentido?
¿Qué frases andarán formando en mi estómago?
(Ninguna, ya dijimos que se habían transformado en un asqueroso bolo alimenticio)
Lo gracioso es que me quejo de que me detesto escribiendo, y acá me tienen, haciéndolo una vez más.
¿Y qué sentido tiene esto? ¿Qué es lo que busco decir?
Estoy vacía.
Soy un plato hondo de sopa de letras terminado, devorado.
Soy restos de líquido frío, imposibles ya de despegar del vidrio.
Soy el fondito desagradable, que forma una película insufrible si no se lava el plato inmediatamente.
Soy el plato sin lavar.
Soy los restitos de fideos que ya no pueden ser, de ninguna manera, identificados con letras.
Soy lo que quedó.
El desperdicio de algo que quizás, en algún momento, por alguien, en algún lugar, fue considerado apetecible.
Soy el menú rápido, el paquete instantáneo, para salir del paso.
Porque, después de todo ¿quién elige cenar sopa de letras?

En casa ajena

El insomnio de madrugada acarrea terribles dudas: ¿Dejé cerrada la llave del gas? ¿Traje la billetera? ¿Las llaves dónde las puse?
Todo puede estar en su lugar, pero cuanto más tiempo tenemos para matar, y menos actividades tenemos para hacerlo; el temor más mínimo se convierte en una incertidumbre irreparable. (Irreparable porque somos incapaces de incorporarnos a comprobar que nuestros miedos son fundados. Irreparable porque no logramos dilucidar si estamos verdaderamente despiertos. Irreparable porque tácitamente sabemos que si nos levantamos de la cama, estará todo perdido.)
La luz del alba trae protección, trae seguridad. Y, entonces, por más de que nuestra casa se esté incendiando y las llaves estén en el fondo de la alcantarilla, al fin podemos dormir con una incoherente tranquilidad.

miércoles, 29 de julio de 2015

Llegaste

Llegaste esperando demasiado de mi.
Me cuesta sentirme idealizada.
Soy una más ¿sabes?
Porque yo sí lo sé.
Tengo claro que lo más probable
es que en tu vida, sea intrascendente
¿te acordarás dentro de algunos años?
¿nuestras charlas volverán a hacerte pensar?
¿por qué necesito que me recuerdes?

Llegaste, nunca conformista.
Siempre exigiendo más de mi mente
y más de mi cuerpo.
Poniéndome a prueba una y otra vez.
Ofendiéndote cuando te daba la razón,
sin antes darte discusión.
Y me dejás pensándote,
infinitamente.
Y me dejás autocriticándome,
como siempre.
Me quedo acá, mirando una hoja
y vos mirando quién sabe qué.
Efímero como todo con vos.
No puedo pedirte nada,
y puedo ofrecerte menos.
Pero...
¡Ay, tu mente navegando los laberintos de la mía!

Llegaste, haciéndome creer que era mucho,
cruel.
Más alto y más duele hundirme.
Más rápido y más por qués me invaden.
No puedo forzar nada, lo sé.
Justamente por eso
no puedo evitar sentir lo que siento.
Después de todo, tengo que dejarme ser,
y si soy esto,


no queda otra.

lunes, 13 de julio de 2015

Reflejo

Nos sentamos uno el frente del otro y, mirándonos a las caras, casi inevitablemente lo decidimos.
Era hora.
Comenzamos con las cosas más grandes, las que más recordábamos, pero no por eso las que más huellas habían dejado.
Era curioso observar cómo a medida de que iban pasando las horas y desfilando a través de nuestras bocas las palabras, todo iba cobrando un sentido más trascendente.
Entonces, el recordar el dolor de un cuchillo clavado por casualidad, o la quemadura con algo sacado del horno, desencadenaban una serie de sensaciones que ni siquiera eramos conscientes de haber experimentado.
El olor que a vos te llevaba a tu infancia, a mi me llevaba a la farmacia en la que había laburado por primera vez, y en la que -por primera vez, también- tuve que defenderme solita. Y yo te hablaba de farmacias  y a vos se te aparecía tu vieja, diciendo que farmacéutico y murciélago son dos palabras que contienen todas las vocales y, de pronto, yo me acuerdo de los tres tomos de los diccionarios de la RAE que mi abuelo cuidaba como oro, eran sin dudar su posesión más preciada, y vos te acordás de tu gata, que se llamaba Dora, pero que tuvieron que cambiarle el nombre cuando descubrieron que en realidad era gato y le pusieron Comodoro para que el pobrecito no sintiera que perdía tanto la identidad.
Y así seguíamos agregando cosas, sumando y sumando. Pasaban las horas y las cuestiones banales como el nombre de tu gata-gato dejaban de serlo. A todo le encontrábamos texturas, gustos, olores y francamente era evidente que nuestra sensibilidad estaba a flor de piel. Y no podíamos callarnos, porque hasta con los silencios nos contábamos cosas y porque cuando las palabras no podían describir lo que sentíamos, nos transmitíamos esas sensaciones mentalmente. Y entonces vos estabas en mi farmacia. Y conocías a Natalia. La conchuda de Natalia, y sabías que yo te la describía mucho peor de lo que realmente era, pero entonces la farmacia no era sólo la farmacia, sino que era todo lo que yo había sentido ahí. Y tu vieja diciendo murciélago era en realidad mucho más que eso porque era ella cubierta de harina diciendo murciélago mientras amasaba pizzas y mientras vos te acordabas de las cosas que habías hecho en esa mesada. Y era también el ruido de las chicharras la noche de verano en la que te desvirgaste y la pibita que te comiste en una fiestita de quince, y ni siquiera hacía falta que me cuentes porque bastaba, simplemente, con que abrieras tu mente y me dejaras a mí, encontrar esos pedacitos de tu vida que hasta vos habías olvidado. Y lo mismo yo. No me daba miedo que veas, que sientas, que mires con mis propios ojos a la conchuda de Natalia que ni siquiera es tan conchuda, pero bueno. Y que sintieras como me dolió que mi abuelo me gritara cuando tiré café en el último tomo, a la altura de "ramificar", y no tendrá todas las vocales esa palabra, pero te aseguro que él me puteo con letras que ni yo sabía que existían.
Habíamos llegado a un punto tal del ejercicio que yo me sentía más en vos que en mí misma, y me empezaba a dar un poco de miedo porque cuando, en medio de toda esa vorágine de recuerdos y sensaciones, abrí los ojos, no te ví a vos.
Me ví a mi misma, del otro lado de la mesa, con los ojos cerrados.
Todo se me había dado vuelta.
Y de pronto me veo, abriendo los ojos del otro lado de la mesa y notando un brillo en ellos que nunca había visto ni en el espejo, ni en fotos, ni en ningún lado.
Y miro mi cara, desfigurada por la confusión ¿Era yo o eras vos mirándome?
Como si fuésemos uno el reflejo del otro, subimos las manos a la altura de nuestras caras. Y ahí lo vimos.
Gran cagada nos habíamos mandado.

martes, 7 de julio de 2015

Remera finita

El chirrido del timbre lo arrancó del sopor en el que las imágenes del televisor lo habían sumido. Se llevó el cigarrillo a la boca, aspiro profundamente y lo dejó apoyado, consumiéndose en el platito de porcelana blanca que hacía las veces de cenicero. Se levantó pesadamente, tomó el teléfono del portero e intercambió un par de palabras. Lentamente (o quizás tan sólo así lo sentía) recorrió la distancia que lo separaba de la puerta de su departamento. Bajó los dos pisos, como sorteando obstáculos, pero agradeciendo que la calefacción central le permitiera vestir tan sólo joggings y una remera finita en pleno invierno.
Sonrió al verla a través de la puerta de vidrio que, por cierto, clamaba una limpieza a gritos.
Apenas se le veía una porción de cara, y aún así pudo adivinar que estaba sonriendo emocionada mientras, sin adolecer de cierto esfuerzo, levantaba el antebrazo para saludarlo con la mano enguantada. Todo su cuerpo aparentaba un gracioso y descabellado tamaño, debido a las múltiples capas de ropa que, esa tarde gris, vestía.
Entre risas, le abrió la puerta, y por un instante, la remera finita no fue suficiente para hacer frente al viento helado que entró acompañándola. Subieron, codo a codo, los dos pisos mientras comentaban alguna que otra cuestión banal.
Que el colectivo había tardado, que no sabés lo que me pasó en la parada, que hoy no almorcé así que alimentame, porfa.
Ya dentro del departamento, con la puerta cerrada y el televisor de fondo, comenzó el espectáculo que él tanto disfrutaba: Sin dejar de hablar, comenzó a despojarse de lo que la cubría. Primero dejó la mochila en el sillón, al tiempo que le contaba la cantidad de perros callejeros a la intemperie que había visto en el camino; luego se desenredó los auriculares del cuello, comentando algún ejemplo dado en alguna clase por algún profesor; más tarde fue la gruesa campera, dejando ya, ver el tamaño real de su cuerpo: "hoy tomé un litro de té"; llegó el turno de la bufanda, enroscada también con sus mechas larguísimas, la vio combatir con ella mientras su monólogo discurría sin interrumpirse, quizás le hablaba sobre una foto que había sacado y que luego le mostraría; casi inmediatamente la observo saliendo deliciosamente del último pulóver que (¡al fin!) la dejaba vistiendo una remera finita.
Cayó, con un suspiro, en la silla más cercana, medio riéndose de la ridícula montaña que su ropa había formado en el sillón, y se inclinó hacia él, regalándole un beso bastante largo, poniendo un freno, por primera vez desde que había llegado, a sus palabras.
En ese instante, él descubrió por qué adoraba tanto ese ritual invernal. No hace mucho que compartían su existencia el uno con el otro, quizás todo había sido muy rápido, eso decía la gente, pero ¿contaba realmente el tiempo cuando los sentimientos eran así de fuertes?
No necesitaban explicaciones, pero él se dio una en ese momento: verla desvestirse de a poco, mientras le contaba de su cotidianidad, reflejaba infinitamente su simpleza y era, conjuntamente, una analogía para la manera en la que, sencillamente también, le había desnudado su mente.

martes, 23 de junio de 2015

La edad del sol

"¿En serio todo esto está en mi cabeza? Sólo es cuestión de buscar y seguir buscando. Escarbar, sin querer llegar a ningún lugar. No tiene sentido el objetivo, si es impuesto ¿Y qué no es impuesto? Con esta premisa, todo lo que diga será una contradicción."

No importaba la edad, y ésto es también contradictorio, pero eso ya fue advertido. Se calentaba las manos alrededor de una taza de té de proporciones considerables, y el humo cancerígeno, pero tranquilizador, entrando y saliendo de sus pulmones. Hacía frío afuera. Esos días eran de sus predilectos, y había tomado la costumbre de dedicar un momento del día para sentarse, en posición de indio, en el balcón, con la cara vuelta a los rayos del astro Rey.
Había pasado cierto tiempo desde el último cataclismo emocional, parecía que las cosas, finalmente, se estaban ordenando. "¿Ordenando según qué?". Quizás esa quietud, esa estabilidad, ese estar-en-el-medio constante, la estaban apagando, entibiando. "Y lo tibio se vuelve frío, tarde o temprano". 
¿Valía la pena enfriarse? Era una suerte de sacrificio. Una alineación, para poder convivir en sociedad. "Adecuarse, el contrato social". Las reglas, la moral y las buenas costumbres, y algo llamado "la normal tolerancia" constituían una prelación de modos de comportamiento. Tenía que superar sus "enojos" con la sociedad. Ellos "no la iban a llevar a ningún lugar que valiera la pena". Pero estaba en una encrucijada. Cualquier camino significaría un autoboicot: subordinarse o marginarse.
Gustaba de estar con ella misma, pero no era solitaria. Se reía, de esa ironía. Se reía, porque su única fuente de calor (físico y emocional) era el sol. Se reía porque hasta había decidido dar, exclusivamente, un momento a pasar en su compañía.
Se reía, y se reía de nuevo, Soledad.

viernes, 19 de junio de 2015

Pedacitos

Cuando te conocí eras tan sólo vos. Bueno, vos y todas las personas que en algún momento habían pasado por tu vida. Hasta las más efímeras. Hasta las que te habías cruzado en la calle, apurado y sin pensar. Eras un conjunto de almas, y cada vez que alguna te pasaba cerca, te dejaba un pedacito de ella. Y, entonces, cuando te conocí, todos esos pedazos, algunos grandes, otros más chicos, ya casi no te cabían en el cuerpo. Yo te veía a punto de explotar, y lo más gracioso (o inquietante), es que ni siquiera parecías notarlo. Ibas tranquilo, recopilando pedacitos a tu paso. En cualquier momento iban a comenzar a salirte por los poros.
Me dabas un poco de miedo. Quería aliviarte la carga, pero eso hubiese sido un acto de egoísmo. Te hubiese estado despojando de algo tuyo, porque todos esos fragmentos, ya eran parte de tu propia alma.
Nunca había visto algo así, y no podía dejar de mirarte, y de buscar entre toda esa mezcolanza, la partecita que yo te había dejado. En un acto de soberbia, comencé a buscarme entre los más grandes, los más notorios: me consideraba importante en tu vida y eso me alcanzaba para deducir que lo que yo te había dejado tenía un tamaño relativamente considerable. Me decepcioné crudamente al no encontrarme, herí mi propio orgullo, y, con la cabeza medio baja, empecé a inspeccionar los pedacitos más pequeños, los minúsculos, en los que (a decir verdad) me aterraba encontrarme.
Había de todo, eras tan transparente, me permitías mirar tan profundamente tu interior que había veces que dudaba que realmente ese fuese tu interior ¿Y si todos podían verte así? ¿Qué me hacía pensarme especial, única? Había algo que me lo decía. Pero no era algo comprobable, al menos no de las formas convencionalmente aceptadas. De todas maneras, el tener la oportunidad de mirarte, y no sólo con los ojos, me hacía feliz. Me hacía feliz, también el no encontrarme entre esos fragmentos que conformaban tu ser. Ese crisol, ese inexplicable suceso.
Yo sabía que vos si eras especial, en todas las variable posibles, y a mí, no me importaba no serlo. Quizás, el no verme en vos, significaba algo. Tal vez significaba que yo aún no había pasado por tu vida. Que no había pasado. Que lo que dejaría en vos se estaba gestando, lo estábamos formando. Quizás significaba que aún nos quedaba tiempo. Podría elaborar miles de hipótesis ad-hoc que dijeran lo que yo quería escuchar, que hicieran que mis deseos más profundos quedaran satisfechos, o explicados. Quizás debería dejar de buscar explicaciones para todo, pero quizás, también, lo que buscaba no eran explicaciones, sino razones. Tiene poco sentido, igualmente.
Lo cierto es que sentía que todavía tenía tiempo, y que podíamos hacer grandes cosas con ese tiempo.
Podía agradecerte, por dejarme mirar.
Podía contarte, que podía mirar.
O podía, mucho más lógica y sinceramente, aceptar que vos ya sabías que estaba mirando, que lo hacía con tu permiso y que, estabas dispuesto, también, a usar el tiempo.
Así que me quedé en silencio.
O, más bien, te dije todo, en medio de nuestros silencios.

miércoles, 17 de junio de 2015

Celulitis

Episodio 1:
Corta edad. Menos de diez años, probablemente. Sentada en el asiento de atrás del auto. Vistiendo shorts, piernas al descubierto. Me toco, como apretando y veo que pequeños pocitos aparecen en mi piel. "¡Mamá, mirá lo que me pasa en la pierna!". Escucho que es algo normal, que se ocasiona por las acumulaciones de grasa en la piel. Me sigo divirtiendo, descubriendo otros lugares de mi cuerpo, que al presionar, hacían aparecer esos relieves.
Episodio 2:
Comienzos de secundaria. Piernas largas, producto de un crecimiento de altura un tanto más prematuro. Cambio de uniforme. Pollera corta. Los pelos en las piernas comienzan a incomodar. "¿Mamá, podés llevarme a depilar?".
La depiladora, como al pasar comenta: "¡Qué lindas piernas! Y, encima ni tenés celulitis."
Episodio 3:
Salida de clases de danza. Todos compran cosas en el kiosco para merendar. Yo amo las papas fritas. Compro un paquete. Una compañera, dos años mayor que yo, mira con desaprobación: "Eso tiene muchas grasas, te saca celulitis"
Episodio 4:
La misma depiladora de la primera vez comenta: "Se te está empezando a notar la celulitis, si querés, te puedo hacer un tratamiento re efectivo, tomá te dejo la tarifa."
Mamá dice que se soluciona con ejercicio.
Episodio 5: 
Verano, en la pileta. Plena adolescencia, rodeada de amigas. Escucho que comentan, señalando a otra chica: "Mirale el culo a esa, qué celulítica."
Me miro el culo yo. "¿Seguro que se soluciona con ejercicio, ma? Las chicas dicen que no hay que comer grasas."
Episodio 6:
Lloro mirándome al espejo. Ya no es divertido apretar sitios de mi cuerpo que hacen que los relieves sean más notorios.

Y ahora, años después, cada uno de estos episodios sigue vivo en mi cabeza, repitiéndose una y otra vez, intentando apropiarse de mi salud mental. Y no es sólo la celulitis. Es el peso, la cintura, las tetas, los granos, los pelos, la panza, los rollos, el discurso de "las gordas de mierda" una y otra vez.
¿Cómo me protejo? ¿Se detiene en algún momento? ¿Puedo lograr que se detenga, aunque sea para alguien?
El bombardeo de estereotipos es incontenible, y tengo que soportar ver llorar frente al espejo a chicas como yo, una y otra vez. Y me tengo que soportar a mi misma, llorando frente al espejo, una y otra vez. Y no solo lloro porque me miro al espejo y no veo el cuerpo perfecto que imponen las revistas; lloro, también, porque hoy, después de tanto tiempo, todavía sigo creyendo que ese, es el cuerpo perfecto.

viernes, 12 de junio de 2015

Yo

Mi continuo error está en querer encajarme, a toda costa en alguno de todos los planes que están "aprobados" por la sociedad. O estudias, o laburas. Se ve que no hay mucho más además de eso. Súmale alguna que otra variante, pero probablemente no llegues a algo que difiera demasiado. Carreras ya trazadas por alguien, trabajos verticalistas, en los que te conviene decir que si todo el tiempo y ser sumiso. No cuestionar más de la cuenta. Y reglas, reglas por todos lados. De las que están escritas, pero más aún de las implícitas. De esas en las que nacemos y con las que crecemos, con las que nos formamos.
Pareciera que ya está todo dicho. La sucesión jardín de infantes-primaria-secundaria-facultad-postgrado-trabajo estable casi que no admite escapatoria. Y como que todos aspiramos a eso, no? El fin último es poder tener la mayor cantidad de plata con el menor esfuerzo posible. Pero ojo, tampoco temes que parecer un pajero, porque sino "no te mereces lo que tenés". Y seguimos sometiendonos a críticas ajenas. La sociedad entera mirando, escrutando que no te salgas del plan que ella formuló para vos. Y decidiste no estudiar? Y bueno, te toca laburar entonces, pero nunca vas a poder lograr lo que un postgrado te hubiera dado, que pena por vos. Y planeas estudiar algo poco rentable? Y si no "la pegás", esta bien, necesitamos de eso, no todos podemos llegar a tener mucha plata, no tendría sentido. Y en serio no querés tener hijos? No te querés casar? Que triste, que egoísta, vas a envejecer solo y triste. 
Tenes que devolverle a la sociedad todo lo que ella te dio tan desinteresadamente. Dale, un poquito de competitividad y ambición no le hacen mal a nadie, crezcamos juntos (pero siempre bajo las mismas reglas, eh, el progreso siempre va a ser lo que ella diga que lo es)
Y en donde entro en medio de todo esto? 
Me encierro en un objetivo que, por un breve instante, creo sentir propio. Pero la cosa es que nada es mío, y al tiempo todo lo es. Porque yo también soy esa sociedad. Yo también contribuyo a perpetuar todo lo que repudio. Yo estudio una carrera que no me gusta, que no disfruto, yo proyecto un futuro en el que "tengo que sacrificarme" para lograr el tan anhelado objetivo. Yo lloro, pero no escapo. Yo se que lo que hago no está bien, pero no lo cambio. 
Pero si no, en donde encajo? Ah, y esa manía de encajar, también nos conviene, eh. 

jueves, 11 de junio de 2015

Rutinaria

Abro los ojos a las siete menos algo de la mañana. Había acumulado unas pobres 7 horas de sueño en dos días, y el primer pensamiento que se me viene a la cabeza al escuchar el despertador es "hoy salgo de cursar y me duermo alta siesta". Renuncio a ducharme para quedarme unos minutos más tapada hasta la nariz mientras veo como tímidamente la luz comienza a entrar por el balcón. El sábado había bajado la persiana y se había quedado entreabierta desde ese entonces. Se dibujan paralelas de luz y sombra en la pared y me imagino cómo la luz del teléfono me debe estar iluminando la cara mientras scrolleo y mientras el resto de mi cuerpo sigue sumido en esa tenue oscuridad.
Siete y veinte y decido que es hora de levantarme, decido también que hoy no tengo ganas de maquillarme y que ni en pedo me pongo un jean. Menos que menos corpiño. Clavo calzas y varias capas de buzos (me fijo en el pronóstico, 9 grados, uf).
Voy a la cocina y pongo la pava eléctrica, si quiero ir caminando tengo que salir antes de las ocho para llegar a horario.
Reviso la mochila, meto el cuaderno y el Dostoievski que estaba leyendo anoche y de repente me decido a ir en bici.
No puedo llevarme el vaso térmico, entonces, no lo voy a llevar lleno adentro de la mochila, sería un desastre. Opciones: me tomo el té ahora o lo llevo vacío y lo lleno en el dispenser de la facultad. Segunda opción.
Me olvido de mirar la hora y bajo con la bicicleta por el ascensor mientras a través de los auriculares suena una de Led Zeppelin. Pienso en todos los que me dicen que no vaya con auriculares mientras ando en bici. Y bue.
Hace frío, la puta madre. No siento los dedos. ¿Hace cuánto no iba en bici a la facultad? Ni me acuerdo por qué dejé de hacerlo. Esquivo gente en la bicisenda y llego a destino. Entro por una puerta que no uso nunca y medio que me desubico. Cargo el agua para el té y veo que son las ocho y nueve. Tengo banda de tiempo. Voy a la puerta del aula y me siento en uno de los banquitos a leer y tomar el té. Se sienta un hombre al lado. Está comiendo un chocolatín Arcor mientras tararea Arrancacorazones de Attaque 77 y tiene la música tan fuerte que hasta la puedo escuchar a través de sus auriculares. Me empieza a molestar. Además hace ruidos de mocos, ugh. Viene una chica y comienza a hablar con él. Listo, me desconcentré completamente y no puedo seguir leyendo. Agarro el celular y mando un mensajito de buen día. Respondo en los grupos de whatsapp, tuiteo pelotudeces. Llega el ayudante alumno y me pongo a charlar con él. Me gusta cómo se viste. Qué pensamientos banales que tengo. Hoy él nos va a dar su primera clase. Estoy siendo la primera alumna de alguien, me sonrío.
Entramos al aula, éste chico da mejores clases que la profesora adjunta. Llega la profesora adjunta y vuelve a envolverme la nube de aburrimiento, su voz me adormece y me molesta que fume adentro del aula. Prenda, anticresis, hipoteca, registro de la propiedad inmueble.
Al fin las diez de la mañana. Me suspendieron la clase de las diez, voy a la biblioteca a buscar a mis amigas. Me charlan, me prestan resúmenes de la materia que rindieron el lunes y que yo ni empecé a preparar. Llega una con un termo y nos cuenta que tuvo sueños horribles toda la noche. Me tomo un par de mates y me voy.
Salgo de la facultad y antes de subirme a la bici llamo a mamá y voy hablando con ella con los auriculares mientras vuelvo pedaleando a casa. Me reta porque dice que tengo que ir prestando atención, pero igual seguimos hablando. En la subida de Montevideo tengo que bajarme y llevar la bicicleta caminando porque no me da el aire, que estado físico del orto que tengo. Calculo el tiempo que tengo para dormir siesta (vuelvo a cursar a las dos de la tarde).
Llego a casa y a mi cuarto que es un quilombo. Media pila, Ale. Me pongo a ordenar y por inercia traslado el impulso a otros rincones de la casa. Ahí comienzo a pensar en escribir esto. Todo lo que quería hacer era llegar y dormir y ahora estaba ordenando y limpiando el departamento ¿qué me había hecho cambiar de decisión?
Imagino hacia dónde puede llevarme un texto de estas características y me pregunto por qué todo tiene que tener un rumbo, por qué todo tiene que responder a cierta funcionalidad. Se me vienen a la cabeza distintas respuestas. Me acuerdo de una conversación. Entro a whatsapp, busco la conversación en cuestión, copio los mensajes que me interesan y me los mando a mi misma por mail.
Agarro la netbook de mi hermana, abro mi casilla y mando a imprimir. Todavía no logré que la impresora reconozca a mi computadora y me frustra. Guardo la hoja impresa junto con un par de cartitas que tengo y me acuerdo que hay dos fotos que quiero imprimir hace rato para pegarlas en la pared. Miro la hora: una menos tres minutos. Decido bajar a la gráfica de la esquina para que me las impriman en papel ilustración. Justo llega mi hermana. Me pregunta si voy a almorzar. Le digo que no tengo tiempo, que curso a las dos y tengo que salir un cachito antes para no llegar tarde, que me da paja cocinar y que estoy por bajar a la gráfica. Me dice que prenda el horno y que ella mete una pizza en un toque así como algo. Prendo el horno, salgo. El ascensor tarda mucho en venir, bajo por las escaleras. Cuando vuelvo ya casi está lista la comida. son la una y diecinueve. Corto la fotos y las pego en la pared y me llama a comer. Comemos, le cuento de una entrevista de trabajo de ayer y decido que voy a ir en colectivo a la facultad porque se me hizo tarde.
Llego dos y siete y todavía no había comenzado la clase.
Vuelvo caminando a casa y se me ocurre que quiero entrar a un centro cultural que me queda de pasada para regalarme a mi misma un poco de cosas bonitas para la mente. Llego y está cerrado, me frustro.
El ascensor está en el piso once, así que voy por las escaleras. Me fijo si llegó algo del correo, nada.
Tengo que ponerme a resumir. Me sirvo el café que quedó en la cafetera y lo pongo en el microondas, lavo los platos del mediodía. Amiga de hermana toca el timbre, ella baja a abrirle y yo me siento en la mesa a ver si me concentro. Pasan algunas horas, charlamos algo entre las tres, tomamos algo de mate.
Les digo que si quieren bajar a comprar algo para comer. Son las siete y dos minutos, bajamos y aprovecho para ir a buscar la ropa que está desde el viernes pasado en el laverrap. Vamos a uno de esos Carrefour chiquitos y compramos unas Frutigran y un queso untable (no planeamos comerlos juntos, tranqui). Volvemos, ya comencé a charlar por whatsapp y y a scrollear en Facebook y a comer y a charlar más con hermana y amiga de hermana y ya me desconcentré completamente. Hago un esfuerzo descomunal y termino con los cinco párrafos que me quedan. Se va amiga de hermana. Pongo música. Abro blogger y comienzo a escribir esto que no se a dónde va, pero ¿por qué todo tiene que ir hacia algún lado?

domingo, 7 de junio de 2015

La playa IV

Y una tarde que no recuerdo con mucha alegría, me llegó la noticia. No está claro en mi cabeza si tuve tiempo de despedirme, si pudimos prometernos un reencuentro, pero lo cierto es que un día llegó el momento y Nico y su mamá se mudaron. No sólo de casa, no sólo de ciudad, sino también de provincia. No era consciente de los kilómetros que nos separarían, creo que en mi mente el concepto de lejanía aún no estaba arraigado.
Se me fueron sumando los años, con pocas inquietudes acerca de él. Lo tomaba como algo natural, un ciclo. No busqué noticias, tampoco es que era fácil encontrarlas en esos años, y poco a poco se fue esfumando. La distancia física se había convertido, sin que lo notara, en una distancia configurada, completa.
Se mezclan recuerdos de los primeros años de la secundaria, y no puedo hablar de mucho más que de mi vida. Mi yo de 5 años definitivamente no tenía casi nada que ver con le pequeñita mujer que estaba surgiendo es ese tiempo. No voy a idealizar, no voy a mentir diciendo que recordaba a Nico, porque claramente no fue así. Pasó a ser una de las tantas personas que habían formado parte de mi infancia. No mucho más que eso. Me acordaba de algunas anécdotas, pero no era algo continuo ni mucho menos. Ni que hablar de encontrarme imaginando qué sería de su vida, no recuerdo ni una vez que lo haya hecho. Simplemente pasó.
Mucha gente pasa en nuestras vidas, me abruma pensar o calcular cuántas personas me cruzo por día. Cuántas personas forman parte de mí, aunque sea ínfimamente. Cuántas personas me estoy "perdiendo" de conocer. ¿Qué sucedería si hablara con una de las tantas que me cruzo en un colectivo? ¿Cuánto tiempo me tomaría olvidarla? Si nos olvidamos de personas importantes ¿cómo no habríamos de olvidarnos de aquellas con las que tuvimos no más que fugaces encuentros? Y por último ¿la gente merece nuestro olvido?
Es claro que esta no iba a ser la excepción, el perder el hilo y divagar, al parecer, es una cualidad inherente en mí.
Cumplí 14 años y clavé la bandera de adolescente rebelde en mi cuarto (ahora mi universo no era mi manzana, se había recluído a las cuatro paredes de mi habitación), y cuando terminó el año y comenzaron las vacaciones, mamá decidió que necesitábamos darnos un respiro e irnos unas semanas de la ciudad.
Iba a conocer Brasil por primera vez. Iba, también, sin sospecharlo, a desenterrar recuerdos dormidos.


(volví)

viernes, 5 de junio de 2015

El resumen

He notado, que cuanto más avanza mi vida, más fácil me resulta resumirla. Quizás sea una cuestión de desesperanza, o tal vez sea mera claridad. Pero los momentos significativos, o que forman parte de lo que creo que soy, brotan fácilmente de mi boca cuando me preguntan quién soy.
Y no es que hoy sepa más quién soy que hace un par de años. De hecho no.
Lo siento como una suerte de resignación.
No es la misma respuesta la que doy a cada persona que me formula esa pregunta. Aprendemos a saber qué es lo que quieren escuchar. Aprendemos a adecuar nuestras respuestas según quién sea el que las vaya a oír. Por eso siento que no es que hoy sepa quién soy, sino que hoy (y así en adelante) tengo más capacidad de resumen, de concisión.
Divido mi vida y mis experiencias en pequeños instantes, que reagrupo de acuerdo con quién sea mi interlocutor.
Nunca llegamos a entregar todos esos instantes a una sola persona.
Y no es que no los recordemos. Es que estamos cada vez más acostumbrados a hacer una rigurosa selección de los momentos de nuestra vida que decidimos compartir con otra persona. Un resumen del gran resumen.
Los repasamos meticulosamente, para confirmar que se adecuen a la pregunta formulada. No decir ni de más, ni de menos. "Hay que ser claros y concisos, chicos".
¿Será concebible que alguna vez, otra persona pueda conocer completamente, el gran resumen?

lunes, 1 de junio de 2015

Los días puente

Vengo dibujando en mi cabeza esta idea hace rato. Suelo sentir que hay días que transcurren siendo una cuenta regresiva hacia un encuentro.
Pero ¿pierde su sentido el día? O más bien ¿es menos importante que esos "días memorables"?
Son días puentes, hacia encuentros de diversa índole: un recital, un viaje, volver a algún abrazo, hasta podría decir, incluso, el día de un parcial.
Quizás ese sea el único sentido de la mayoría de nuestros días: mantenernos expectantes, recorrerlos pensando constantemente en aquello que viene en aquel futuro.
Contradictorio con el famoso "vivir el presente".
Pero ¿y si ese presente es justamente eso? ¿está mal la espera? o bien, ¿está mal disfrutar la espera?
La espera por ella misma.
Quizás el no permitirnos ese disfrute sea también un modo de mediocridad o un acto contra nuestra propia sinceridad. Un acto contra lo que realmente queremos.
"Es una cuestión de equilibrio, de grados"
No creo que esté mal desear tanto algo, que el día que transitamos, lo hagamos con ese algo en nuestra cabeza.
Probablemente sea ser francos con nosotros mismos y dejar en claro que los días puente tienen su función, y que no por eso, vamos a valorarlos menos.
Siempre me aterró el cálculo de cuántos días han pasado desde que nací, comparado con la suma de los días que realmente recuerdo.
Claramente, los días puente son los que más se pierden en los recovecos de la memoria.
La mayoría de los días que vivimos son días puente que unen, de cierta manera, los días "relevantes".
¿Por qué no habríamos de valorarlos, entonces?
Vengo a resignificarlos, a proponer que los vivamos siendo conscientes de que, probablemente, no los recordemos, y sabiendo que, por eso mismo, no vamos a poder vivirlos de nuevo. (A los días memorables uno vuelve a revivirlos varias veces en su cabeza). Entonces, que se yo, disfrutémoslos, rindámosle una suerte de homenaje dejando que se pierdan en la memoria, olvidándolos, viviéndolos sabiendo que así va a ser.
Adiós, día puente.

domingo, 31 de mayo de 2015

El huracán

silencio a gritos.
no dejaba de enredarme entre tus extremedidades,
de extremarme en tus enredaderas.
está todo tan revuelto...
y quere(mos) revolución
yo no sé si me quejo
o agradezco
o me quejo de estar agradeciendo
o agradezco estar quejándome
yo no sé




(y sigo teniendo sed)
(y sigo acá, waiting for you
como en esas canciones cool de ahora)

jueves, 21 de mayo de 2015

Vuelta

Llovía, y hacía calor, con el insoportable vapor que emanaban las veredas, colándose entre las piernas, logró llegar, empapado, medio por la lluvia y medio por el sudor, a la puerta del edificio. Protegía el cuaderno del agua, y esa acción le daba rabia, no había nada de verdadero valor entre esas dos tapas de encuadernado barato. O bueno, si, el montón de hojas en blanco que quedaban tenían mucho más valor que las mediocres palabras garabateadas en el medio de ese cuadriculado horrible, que simulaba estar tragándoselas, gritándole que su único propósito era hacerlas desaparecer. Hasta el cuaderno le decía que estaba escribiendo mal. Al final no te gusta tanto la sinceridad, che. Una gota encima de la otra y las ganas irreproducibles de tirar el cuaderno por el balcón y tirarse él atrás. "Pero me tiré porque quería salvarlo". Se sonrió imaginando la escena de falso heroísmo y se golpeó la cabeza una vez más contra la pared, con el odio de saber que nunca jamás iba a ser capaz de recrearla. Es que vos no servís para estas cosas, tendrías que haber hecho como los demás y quejarte de la jornada laboral de ocho horitas y listo, qué tanto. Pero no, siempre por el lado difícil ¿Y para que? Si al final estas acá siendo igual (o más) infeliz que todos los demás. Quizás sea un tema de personas y no de rumbos, pero no convence mucho esa explicación. Quizás sea cuestión de que tu rumbo es ser esta miserable persona. Y siempre enfrascándote en pensamientos que te hunden, nunca nada positivo ¿y para qué? Si de lo positivo lo único que sacás son mediocridades más mediocres que tus mediocridades habituales. ¿Hasta qué punto vas a llegar?
Seguía caminando en círculos en el cuarto, golpeando esporádicamente un mueble, un vidrio, una pierna, una cabeza y un "por qué" constante. Un constante "para qué". ¿Para que rompí con todo lo que supuestamente odiaba? ¿Para estar hoy bajo esta lluvia preguntándome "para qué"? Un loop infinito, una desdicha constante, una miseria sin escapatoria y manos que rasguñan puertas pidiendo a los gritos salir y pensamientos que se agarran fuerte de las puertas de la mente pidiendo quedarse. Cuanto más exteriorizás, más te queda adentro y paradójicamente te crece más y más y ya no hay manera de sacarlo porque nadie entiende, y en el fondo no querés que lo entiendan. No querés esto para todos ni lo querés para vos, pero la felicidad es algo tan falso, tan efímero, y eso que la tristeza es efímera, eh. pero te acostumbras a vivir en una inestabilidad constante en altos que duran segundos, pero que son intensísimos y en bajos tan largos que creen hacerte creer que por fin llegaste a la mediocre, horrible, inmunda estabilidad que ves en los ojos de todos los demás. Y miras en las caras de los que viajan al lado tuyo en el vagón. Ojos que no sirven para nada, más que para leer discursos que luego van a repetir sin entender, sin cuestionar, sin enojarse porque saben de dónde vienen y por qué dicen lo que dicen. Y te das cuenta de que no es lo que querés. No querés ser una persona que cree que es libre porque sos demasiado consciente de que no es algo que en este mundo sea posible. Ni en este ni en otros, y mandás a cagar al pelotudo que dice que el hombre libre es el que piensa. Acá estoy, sentado en el baño de este departamento horrible, pensando, borracho, pero pensando, y nunca tuve tan en claro el hecho de que no tengo libertad. De que por más que me esfuerce nunca voy a poder separarme de mí mismo. Que fui todos los que pensaba que quería ser y que ni tirándome por el balcón atrás del cuaderno, voy a lograr liberarme. Y llega la calma, después de la violencia física y mental. Y se te ocurre una idea, y el cuadriculado horrible y tragapalabras es reemplazado por uno especialmente amigable que como que acaricia tu caligrafía redondita y blandita. Y empieza el camino hacia arriba, que sabes que vas a disfrutar aunque no dure más que algunos segundos.

jueves, 23 de abril de 2015

Las cuatro de la mañana

¿Así que hoy vamos a hablar de indiferencia?
Te quedaba perfecto.
Muy distinto al fenómeno de las cuatro de la tarde, es el de las cuatro de la mañana. Hagan el experimento. Dos sensaciones suelen distinguirse. Una es la paranoia, un inexplicable miedo; y la otra una paz desgarradora.
Volvía con una mezcla de las dos. Sola, caminando por cuadras por las que ya había caminado cientos de veces. Mi barrio, mi zona, los lugares familiares (para mi). Me asustaba la paz. Y eso generaba mi intranquilidad. No podía obligarme a sentir miedo, bah, no puedo obligarme a sentir nada. Digamos que estaba caminando por inercia. Llega un momento en el cual estamos haciendo absolutamente todo automáticamente. Gajes de la rutina.

No se de dónde volvía, pero los Jueves me encontraban siempre afuera de casa. También hasta eso era automático en mi vida. Las mismas baldosas, las mismas baldosas rotas en los mismos lugares de las mismas veredas que pisaba a la misma hora. Bueno, mismas horas. Las recorría un par de veces por día. Y la misma sensación de pacífica paranoia que me invadía a la misma hora, que llenaba cada rinconcito de mi cuerpo, al igual que unas cuantas sustancias más de las que también me atiborraba. Y también solía pensarte. Mucho, demasiado. Tanto como mi pobre cerebro atrofiado me lo permitía. Tanto como los horribles recuerdos manchados de esa enfermiza sensación parecida al amor, me lo permitían. Nunca me hiciste bien. Ese día pensaba en que nunca me hiciste bien. En que quería verte para escupirte todo mi odio. Y, ay... qué grave error desearte tanto.
Habían pasado unos metros, y unos cuantos gritos silenciosos. Y técnicamente ya era jueves (eran las cuatro de la mañana) pero en mi cabeza era miércoles. Y hacía frío. Y ya sabés lo que ocurre los miércoles en los que hace frío. ¿Para qué doy todas estas explicaciones?
Escuche una guitarra saliendo de una puertita dimunta. De la puertita diminuta del diminuto bar que esta a dos putas cuadras de mi casa. Nunca te dije dónde vivía. Nunca te llevé a casa. ¿Que carajo hacía tu voz ahí? ¿Por qué estabas cantando sobre la vez que destrozamos todos los vidrios en la estación? ¿Por qué repetías una y otra vez que vos no eras violento? ¿Por qué me mirabas a los ojos a través de la vidriera, sin un ápice de sorpresa?
No tengo idea de por qué estabas ahí. No tengo idea de por qué me ignoraste con tanto sentimiento. No se de dónde sacaste tantas fuerzas para mantenerte así de impasible, y no se cuánto tiempo estuve yo, parada del otro lado escuchando cómo cantabas que yo era la que te ponía así, que yo siempre tengo la culpa, que por qué desaparezco. Me ignorabas, en parte. Horrorosamente indiferente.
Y yo también, me di vuelta y me fui. Porque la paz y la paranoia tenían su razón. Pero igual, tampoco nada puede suceder a las cuatro de la mañana.

lunes, 20 de abril de 2015

Pies

Ibas caminando así como tanto me gusta. Me gusta porque te gusta, me gustas porque te gustas. Y sos tan linda nena, nena, toda sonriente y con el sol reflejado en los dientes medio chuecos. No te pongas brackets que me vas a encandilar. Ademas me gusta eso de vos. Lo chueco, lo imperfecto. Me gustas medio encorvadita y cuando tu pelo ya esta medio sucio y despeinado. Me gustas real, me gustas cuando vos estas contenta, me gustas me gustas y podría seguir diciendote todo lo que me gustan esas piernas derechitas con rodillas oscuras y tu cuello cuando estás cansada y te sentás como indio y tirás la cabeza para atrás mirándome de reojo. Y te reís porque te miro mucho y porque me veo chiquito al lado tuyo y porque nunca sabes bien por qué te miro porque me cuesta decirte que me gustas. Ay, nena, espero que no te tomes todo esto a mal, pero me obsesionan tus pies sucios. Cuando llegamos a una esquina y nos sentamos en alguna vereda y te sacás los zapatos y las medias y le entregás al piso un poquito de vos y recibís toda esa suciedad, esas partículas de mugre que se te pegan al cuerpo y te hacen más sucia, más chueca. Y de repente tenés las plantas de los pies completamente negras y seguís frotando y frotando los pies contra la vereda inmunda. Y obvio que algún vidrio se cuela y algún tajo te hace y entonces comenzás a manchar el piso con tu sangre. Por dios, cómo me ponés. Bailando enloquecida con los pies sangrantes y llenos de polvo.Quiero mirarte por siempre así, transpirada, con el pelo hecho un quilombo, con el cuello tirado para atrás, con los reflectores que tenés por dientes iluminando la esquina. Y se junta la gente para verte bailar enloquecida y me miran a mí porque creen que yo soy el culpable de ese baile demencial y porque creen que si me saco el sombrero capaz podría recaudar algo a costa tuya. Pero me hipnotizas y no quiero perderme ni un segundo, quiero seguir el rastro de tu sangre por el piso, quiero ver como dibujas con los pies quiero ver el dibujo de la suciedad en tus pies. Y ni siquiera puedo decirte que me gusta todo esto, porque me da miedo de que lo tomes a mal, porque ni siquiera sé si vos me ves ¿Soy real? ¿Sos real? ¿Este mar de personas que nos rodea es real? Ay, nena, quiero estar por siempre al lado tuyo. Me gustás tanto que tengo ganas de comerte, pero en serio. Con cuchillo y tenedor y cortarte en pedazos y meterte de a poquito en mi boca, en mi cuerpo y que empieces a bailar adentro mio. Quiero agarrarte los pies. ¡No! ¡Ya sé! Quiero acostarme en la vereda asquerosa y que me pises y bailes encima mio con tus pies asquerosos hasta hacer que me funda yo con el suelo. Quiero ser tu suelo ¿No te das cuenta de que me sacás de quicio? Quiero ser parte tuya y que seas parte mía pero no quiero que seamos uno. Cada uno por su lado ¿me entendés?
Piso, pies, cuello, hambre, cuello, pies, piso, hambre, hambre, hambre, dos, uno no, dos pero juntos, dos, hambre, piso, dos, no uno, cuello, hambre, pies, pies, pies, pies, pies...
Qué me importa, seguí nomás.

sábado, 18 de abril de 2015

Las cuatro de la tarde

¿Así que hoy vamos a hablar de indiferencia?
Me quedaba perfecto. Estaba sentadita, ahí, disfrutando trágicamente de mi soledad. Porque aceptémoslo, amaba ser la marginada, la incomprendida, la "no, boluda, si yo soy re diferente a todos los demás". Y seguía una y otra vez sentándome en los rincones. En las mesas de los rincones. En las sillas contra la pared de las mesas de los rincones. Y miraba, ni yo se que miraba. O qué buscaba mirar. Siempre terminaba viendo lo que tenía ganas y siempre terminaba escribiendo algo que me parecía espectacular y que quería publicar para que lo leas. Te admiraba un poco y me daba pena no leerte. Y tomaba café, mucho café, y mucha birra, y demasiado porro. Demasiado. Me gustaba hacer las cosas que vos hacías pero que no te gustaba que yo haga. Me obsesiono así ¿qué querés?
No entiendo por qué hay gente que nunca se termina de ir de tu vida.

Resulta que esa tarde, llegué a mi mesa del rincón, con mis aires de intelectualidad y desazón para con el mundo. Debo haber sacado una birome y debo haber empezado a escribir lo que veía a mi alrededor. Aunque no parezca, o aunque nadie haya formulado esta teoría (mentira seguramente ya fue pensada cientos de veces), a las cuatro de la tarde no pasa absolutamente nada. Es la hora muerta del día. Hagan el experimento. A las cuatro de la tarde te sentás en una cafetería y no hay ni siquiera un mozo. Esa tarde, a las cuatro de la tarde, en esa cafetería, en esa mesa, de ese rincón, estaba yo. Y bueno, tampoco exageremos, también había un par de personas desperdigadas por las mesas. Pero sucede que esa hora me fascinaba. Y eso que el cuatro es un número que detesto. Pero a las cuatro de la tarde acontece ese fenómeno de vacío total en la ciudad. Cuatro por cuatro dieciséis, dieciséis igual cuatro de la tarde. Perdón es que acabo de hacer ese razonamiento y no puedo evitar plasmarlo. Quizás algo tenga que ver con esta teoría. Al pedo estudié lo que es una teoría si después ando usando esa palabra para cualquier gilada que se me ocurre.
Habían pasado unos minutos y unos renglones garabateados, y como suele sucederme los miércoles que hace frío, me acordaba de vos. Seguro estaba por rendir alguna materia, porque si bien te dedicaba gran parte de mis pensamientos, otra parte estaba inevitablemente "en donde debía estar". Siempre me decías que me limito un montón. Y también me acuerdo de la charla sobre la escalera mecánica. Y no es que hablábamos sobre escaleras mecánicas, es que estábamos parados en una escalera mecánica cuando hablábamos ¿Te acordarás? Medio jodido.
Resulta que había un pacto implícito, una ley que si bien había sido acordada por ambos, nunca había sido exteriorizada. Nunca habíamos expresado nuestras voluntades de manera verbal o escrita o por signos inequívocos. Eramos puro tácito, tácito y más tácito. Sabés de lo que te hablo. Una vez más, no hace falta que sea expresa.
No tengo idea de por qué levanté la mirada justo en ese instante. Y tampoco sé por qué estabas vos justo en Buenos Aires y justo en la vereda de mí cafetería. Buenos Aires es mi circunscripción, sabés que no tenés que acercarte, sabés que podemos salir lastimados. No sé por qué se me ocurrió mirar por la ventana, y doy gracias por haber estado oculta en mi mesa del rincón. Pero te vi, con las manos en los bolsillos, ese gesto tan típico y esos ojos que hasta sonriendo son tristes. Ahora ni siquiera sé si en serio te vi. Elijo creer que sí. Y elegí también, seguir ocultándome. Creo que fue porque eran las cuatro de la tarde, y nada puede suceder a las cuatro de la tarde.

lunes, 13 de abril de 2015

re lindo

te miro despacito
te escucho de lejos
y quizás nunca te escribí un poema
o quizás nunca lo publiqué
porque soy medio cagona.
igual que se yo
me gusta que me veas imperfecta
y hoy escuche en alguna canción
"¿preferís lindo o preferís libre?"
basta de hacernos creer que está bien atarnos
ya no los voy a escuchar.
o quizás sí
y siempre me hago promesas a mi misma
y nunca me puedo cumplir
pero me copa taparme los oídos
y gritar
y gritar(te).
yo re sé que me escuchas
re sé algunas cosas que te gustan
recé un rosario de mi rosario roto
para ver si seguía andando
y, ay, tenés cosas re sutiles
(estoy diciendo muchas veces "re", sorry)
y, ay, hay cosas de ahí que sabes que me re gustan
¿no querés taparme vos los oídos un toque?
siempre tenes rico olor
y seguro esto va a ser lo más banal que diga
me refiero a todo esto
me refiero a toda yo
capaz que porque las cosas importantes
te las digo sin escribir
who cares
me chupa un huevo
re escribo
porque
re
tengo
ganas
bancantela.
ah, sos lindo ¿ya te dije?
me flasheas y no sé si está bueno
pero sí sé que sí estás bueno.
estoy medio cansada de ser adulta
y eso que empecé hace re poco
y la gente me pregunta de vos
y ya ni me acuerdo de cuándo les conté
quizás se refieren a otro, igual
me hago quilombo yo sola
imaginate el quilombo que tienen ellos
quiero poner "jajaja"
¿se puede poner "jajaja" en un poema?
¿es esto un poema?
pará que consulto, eh
QUIÉN ESCRIBIÓ LAS REGLAS NO ME GUSTAN LAS REGLAS
dale venite un toque más
así te toco.
confundo todo y mi cerebro es así
¿no te pasa que te perdés en tu propio cerebro?
siempre ando con ganas de escribirte
pero algo que valga la pena ser leído
ay, no, ahora me puse mal
sorry si alguien piensa que esta desperdiciando su tiempo leyendo esto
y me pongo a pensar que hay cosas que no podemos compensar
¿y por qué nos gusta tanto el equilibrio?
qué cagada, che
siempre siento que estoy ahi re solari en un subibaja
remil depresivo
sentadita en el piso
en una plaza desierta
con el asiento opuesto del subibaja
ahi
re lejos
re arriba
a veces yo también quiero estar arriba
qué injusto, che
¿a qué iba?
ah. si, a que sos muy lindo

jueves, 9 de abril de 2015

La playa III

Nico. ¿Cómo empezar a hablar de él? Nos conocimos siendo dos cabecitas minúsculas, pero ambos con alturas por encima del promedio para nuestra edad. Delantales turquesas, risas, manos transpiradas con miedo a sentirse cerca. Dos nenes, sumando siete años entre los dos. Hablabamos, siempre me gustó hablar y el escuchaba mucho, tenía, además orejas grandes y me decía que le gustaba cómo se movía mi boca cuando me reía. Teníamos una extraña complicidad, de esa que tienen los nenes, esa sinceridad y elocuencia que con el paso del tiempo vamos perdiendo. Pasabamos horas y horas juntos, y después del primer año, llegó también la primera separación (de las muchas que nos esperaban).
Mamá dijo que me iba a cambiar de Jardín, Un recreo, habia llegado demasiado alto en la hamaca del patio y, no pudiendo controlar el movimiento, caí de cara al piso. Me acuerdo de correr al baño y ver en el espejo el reflejo de mi boca sangrando. No me dolía, o será que uno se olvida muy fácil del dolor, pero desde ese entonces, tengo el frenillo superior cortado. Si me miran con detenimiento cuando sonrío muy grande, se me nota. Esa es la secuela que me dejó la salita de tres.
Nico también se cambiaba de Jardín, a uno de uno de los colegios más conocidos, yo, en cambio, terminé en uno muy nuevito, pero que prometía "un excelente nivel de inglés". A mis papás los convenció. Así que así fue, ese diciembre, los dos anunciamos nuestras respectivas partidas y nos alegramos de que la amistad de nuestros papás mantendrían, de cierto modo, nuestro vínculo. De todas maneras, era sabido que ya no nos veríamos todos los días.
Vivíamos relativamente cerca, en ese entonces la distancia era enorme, porque mi mundo era mi manzana (y supongo que el suyo habrá sido la suya). Fuimos creciendo, de a poquito, mirándonos, hablándonos, construyendo un vínculo tan maduro como el que con tan acotada edad, podíamos concebir. Soñabamos con escaparnos, con irnos un poco del mundo (ya les dije, igual, que mi mundo era mi manzana), pero teníamos ideas, expectativas, queríamos más.
Su mamá me quería, bueno, no sólo a mí, también era muy amiga de mamá y que ellas se juntaran a tomar el té a la tarde, a nosotros nos daba la oportunidad de seguir explorando nuestros respectivos mundos. Él sí tenía un patio enorme, con perros y todo. Años, muchos años más tarde, tuve la oportunidad de volver a entrar a esa casa, creo que la nostalgia que sentí, no la había experimentado nunca. Su papá era mi pediatra, al final de las consultas me regalaba caramelos a escondidas, y hasta me dejaba elegir los sabores. Esperaba con ansias el momento en el que abría el primer cajón y me miraba picarescamente. Cuando  estaba aprendiendo a andar en bicicleta, se me ocurrió la genial idea de tirarme por una bajada (no solía tener mucha supervisión, como verán), todo iba bien, rápidisimo, pero bien, hasta que noté que no tenía frenos y que, al final de la bajada había una planta con espinas. Se imaginarán, termine llorando, sangrando y con mamá retandome mientras me sacaba las espinas de todos lados. Pero se ve que nos olvidamos de sacar una, y al mes seguía ahí, incrustada en mi rodilla. Fuimos al doctor, que me dio un palito de helado para morder, y logró sacarmela. Y después, claro, me dio caramelos.
Hay una anécdota que recuerdo con mucho, mucho amor, y creo que es la que define lo que fue mi relación con Nico durante los años. Mamá, para ganarse unos pesos, buscaba a los chicos del barrio del colegio y los acercaba a cada uno a su casa. Nico solía venir y además, ser el último al que dejábamos. Cuando llegamos a su casa, nunca voy a recordar cuál fue la razón, comenzó a pelear con su mamá, y en el punto cúlmine de la discusión, lo oí gritar "Me voy a ir de esta casa, me voy a ir con Alejandra, que sí me quiere y nos vamos a ir a dar vueltas por todo el mundo". Me puse rojísima, mientras las mamás se reían y él seguía furioso.
Terminó entrando a almorzar y yo seguramente terminé durmiéndome en el auto antes de llegar a casa. Pero sabiendo que por mucho tiempo, muchísimo, me iba a acordar de esa frase.

(Hola ahora me acotumbré a escribirles mensajitos al final así que nada, gracias por leer)

martes, 7 de abril de 2015

La playa II

Seguramente los hechos estén desordenados, es que van brotando de mi mente, van saliendo como una acumulación, una vertiente de recuerdos inevitables. Suele suceder cuando los mantenés encerrados durante mucho tiempo. Siento, igualmente, que muchos de estos recuerdos están implantados en mí... ¿son las cosas cómo sucedieron o cómo las recordamos? Una mezcla de ambas, de cada vez que reconstruimos un acontecimiento en la cabeza. Por ejemplo, yo estoy absolutamente convencida de que alguna vez ví a Papa Noel, por ilógico que suene, y por ilógico que me parezca a mi misma. Yo puedo jurar que miré para el cielo una noche del 24 y vi pasar manchas de luces. El recuerdo está vivísimo en mi cabeza. Hay cosas que no quiero saber nunca, hay incertidumbres que me embelesan.
Pero otra vez me estoy yendo por las ramas, van a tener que tenerme paciencia, contar esta historia no es fácil para mi.
Volvimos, siempre volvíamos, y estábamos rodeados de cosas rotas, y no eramos los únicos con miedo, la cuadra entera estaba conmocionada, quizás fue en ese tiempo que le pedí a mamá un hamster (Jueves ya se había ido hace algún tiempo, a algún lugar) y a mi me gustaban los animales, mamá no quería perros y papá odiaba los gatos. Una tarde, apareció en casa una gata con muchos gatitos. La cuidamos a escondidas, hasta que nos descubrieron y nos ligamos el castigo de nuestras vidas por mentir. "¡Pero mamá! No mentimos..." Y ahí escuché el famoso "ocultar también es mentir". Tiene sentido, supongo. Pero, si nadie te pregunta específicamente, tampoco podes ser acusado de mentir todo el tiempo. A mi nadie me preguntó cómo estaba hoy, y no por eso me acusan de ocultar o mentir... En fin.
Eramos de las nenas con amiguitos de la cuadra, vivíamos disfrazados, así que era común ver un peculiar conjunto de indiecitos, damas antiguas, power rangers y bailarinas que daban vuelta a la manzana sumando adeptos. Recuerdo mi infancia con una sonrisa enorme, y recuerdo a la gente de mi infancia con mucho amor. La vida da muchas vueltas, y sin siquiera planearlo, terminé encontrándome con parte de la manada años después, Vicky y Cami terminaron siendo de mi grupo de amigas de mis últimos años de la secundaria, Mikey se mudó a Mendoza y nos veíamos años después en la finca de La Esperanza algún que otro verano, entre guerras de agua y hormonas que nos jugaban malas pasadas...
Ay, la finca, otro de los lugares importantísimos de mis primeros años. Pan con manteca y azúcar en la galería, después de todo el día en la pileta y de todas las picaduras de avispas y de las víboras pisadas mientras nos subíamos a los árboles. Lo lindo de los veranos es que tenían días largos que nos alcanzaban para todo, y para llegar, al final, a la noche, a comer en la mesa larguísima, los fideos de Lauri. Un domingo, o sábado, o quizás algún día de semana (que en vacaciones son exactamente iguales que los domingos) mamá y Lauri y todos los adultos se había metido en la casa, y nos habían dejado a los chicos en la pileta, yo, con mis cinco años, estaba empezando a nadar, algo me defendía, se me nubla un poco la memoria, y de repente sólo me recuerdo a mí, en la orilla de la pileta y a mi hermana, en las escaleritas, con uno de esos flotadores tipo rosca en la cintura, sucedió muy rápido, tal vez, y tal vez también haya sido un poco culpa mía. Siempre me gusto desafiar, La cosa es que ya, ella metida en el agua, levantó los brazos y comenzó a hundirse vertiginosamente despacio, mezclándose con el fondo celeste. Hay algo que recuerdo clarísimo, sus ojos vidriosos mirándome mientras se iba para abajo, entre el agua. Pero hay algo que, también, extrañamente, recuerdo. Es como si yo hubiese estado dentro de ella en ese momento. Porque me recuerdo a mi misma, en el borde de la pileta, mirándola, recortada por el sol. Mamá presiente cosas, y se ve que lo presintió, porque de un momento para el otro la vi llegando corriendo, tirarse a la pileta y sacar del fondo a mi hermana, tosiendo, escupiendo agua, y con los ojos rojos (del cloro o de estar a punto de llorar). Dijeron que nunca más nos iban a dejar solas en la pileta, pero sabíamos que no iba a ser así. Creo que heredé algunos de los presentimientos de mamá. Siempre me sorprendieron, me siguen sorprendiendo. ¿Cuántas veces me habré despertado, en medio de la noche, para encontrarla en el borde de mi cama? Y me decía "me desperté y vine y tenías esto a punto de picarte", mientras me señalaba el alacrán muerto en el piso. ¿Cuántas veces me habrá llamado por teléfono justo cuando la llamé yo con el pensamiento, porque algo me dolía demasiado en el corazón? No me gusta la excesiva confianza, pero el abrazo de mamá me hace sentir más segura que cualquier cosa en el mundo.
Tengo un largo historial de abandonos en mi vida, y ese día, cuando nos contaron que Nico se mudaba a Córdoba, sólo fue uno de los primeros. Sentía que me arrancaban un pedacito, ignoraba que faltaba que me arranquen muchos más.


(¿Más?)

lunes, 30 de marzo de 2015

La playa I

Si quiero contar esta historia desde el comienzo verdadero, tengo que retroceder bastantes años. Tenía todos los dientes, sí, pero el ratón Pérez todavía no me había visitado ni una vez. El primer regalo que me trajo el ratón Pérez fue una radio a pilas, qué vejez, pero igual esto no tiene mucho que ver con esta historia. Resulta que ahí estaba yo, con el guardapolvo azul turquesa y las manos manchadas de tempera o plasticola, seguramente (mucho de lo que cuente hoy va a estar basado en reconstrucciones de recuerdos y relatos de gente que en ese momento tenía más memoria que yo), ya había aprendido a leer un poco y mamá se maravillaba cada vez que lograba descifrar palabras en algún lugar, pero aún así casi nunca me compraba los mini paquetes de Gringuitas que le pedía a la salida del jardín. Decía que después no me comía la comida. Tenía un babero (que me obligaban a usar en las comidas) que me cubría casi hasta las rodillas y que tenia un estratégico bolsillo. Ahí guardaba las arvejas y un poco de arroz. No me gustaban mucho. Y bueno, lógicamente mamá se enojaba bastante. Igual, me estoy yendo por las ramas.
Habíamos llegado hace poco, y habíamos vivido un tiempo en el cuarto de un hotel, porque nuestro camión de la mudanza se había "perdido" en algún lugar del altiplano. Claro, sólo a nosotros se nos ocurría mudarnos en vacaciones y, encima, con el carnaval entre medio. Pero en fin. Luego de una temporada de desayunos preparados por otra gente y camas tendidas por otra gente, llegamos a la que sería la casita de mi infancia. Qué difícil describirla, siempre es difícil describir lugares o momentos significativos, quizás porque las palabras siempre quedan cortas. Tenia un patio delantero, con geranios que dejaban olor en las manos cuando los cortábamos, y un paraíso chiquito que en una helada se murió, y que, luego de eso, en alguna de nuestras andanzas lo llenamos de diminutos monitos de plástico. Habíamos visto Dinosaurios hace poco y queríamos simular una escena que nos había emocionado. Era una casita de barrio, igual a todas las de la manzana, ladrillo visto, una vereda simpática, vecinos que saludaban. Era una ciudad mucho más chiquita a la que estábamos acostumbrados. La gente hablaba con la gente, y eso nos sorprendía... Bueno, a mi no tanto.
Tenía, también un patio trasero grande. Un árbol que casi que llegaba al cielo y hasta había espacio para estacionar a nuestro futuro auto: Pepo.
Una vez, hablando de vecinos y de patios, apareció en el nuestro un perro negro como el alquitrán, con mi hermana intentamos e intentamos descubrirle alguna manchita, pero no había caso. Alquitranado, negro, totalmente. Era Jueves, y nosotras no teníamos mucha imaginación (o teníamos demasiada) y decidimos que se iba a llamar Jueves, quizás haya sido porque también, hace poco, habíamos visto Un hombre llamado Viernes, y nos llamó la atención. Jueves se quedó con nosotros un tiempo, y nos ocasionó uno de los primeros conflictos con los vecinos: se ve que la boxer de la familia de al lado le gustaba mucho, y, nadie sabe como, pero una tarde entró a su patio y se pusieron de novios. Bueno, eso tuvimos que suponerlo, después de que de algunas semanas, los vecinos andaban enojados, ofreciendo cachorritos por todos lados (y obligándonos a ofrecer la mitad a nosotros). Me fui por las ramas, de nuevo. Es que me acordé de estar sentada arriba del árbol, viendo a Jueves pasar por abajo, como entre las ramas. Prometo concentración (mentira).
La cosa es que vivíamos ahí los cuatro, con mi hermana compartíamos un cuarto, y en ese momento papá y mamá también compartían uno (en algún momento contaré cuando esto cambió). Como era la mayor, me correspondía el privilegiado lugar de la cucheta de arriba. Quizás esto les parezca un poco asqueroso (les aseguro que a mi hermana le gustó menos aún) pero una noche, que me da un poquito de vergüenza recordar, fue a despertar a mamá diciéndole "está lloviendo adentro de la casa". Se imaginarán...
La cocina era chiquita, una de las cosas de las que recuerdo que mamá se quejaba todo el tiempo y, por suerte, nunca almorzamos con la tele prendida (es más, el único televisor que tuvo mi familia, en ese momento estaba escondido en el cuarto de mis papás). No voy a decir que nunca veíamos tele, es más, con mamá fuimos bastante fanáticas de Muñeca Brava, al punto de que le rogué que me cortara el flequillo en punta, como lo usaba Natalia Oreiro, y al punto de que cumplió mis deseos sin muchos titubeos, pero, afortunadamente, el aparatito (y la señal que hacía que se formen imágenes en la pantalla) nunca fueron algo central en nuestra existencia.
Papá tenía un equipo de música grande (siempre le gustó mucho la música) y una colección de discos infinita. Sólo una vez entraron a robar a casa, y creo que lo que más le dolió fue que los ladrones se llevaron, en vez del televisor, su equipo y su colección de discos.
Ahora, al fin, esta mención del robo, me va orientando hacia lo que quería contarles, o a lo que, de cierta manera, esta historia va orientada.
Esa noche, antes de entrar, ya sentimos un ambiente raro en la cuadra, y, al abrir la puerta, nos dimos cuenta en seguida de que hasta hace unos pocos minutos había habido gente adentro de la casa. Bueno, no era muy difícil de suponer: las luces estaban prendidas y el televisor envuelto en una frazada y tirado en el piso. Se asombrarán, pero seguimos conservando esa frazada y ese televisor. Pintoresco.
Papá no quería que entráramos más a la casa, tenía miedo de que los ladrones estuviesen escondidos, todavía, pero, les juro que fue imposible no escabullirnos: necesitábamos ver cómo estaba nuestro cuarto. Prendimos la luz con las manitos chiquitas y temblando, y vimos que la cama de hermana (luego del incidente de la lluvia las habíamos reacomodado en forma de "L") estaba llena de vidrios y toda desordenada: La ventana de nuestro cuarto había sido utilizada como puerta. Nos enojamos un poquito porque papá y mamá nunca dejaban que nosotras salieramos por la ventana. De repente nos cazaron de las cinturas y nos sacaron del cuarto, de la casa, de la cuadra, y nos llevaron a lo de Nico. Nico era el hijo de nuestro pediatra, hijo de una amiga de mamá y compañero mío del jardín. Y fueron ellos, los que esa noche, esa noche que estuvimos "sin casa", nos hospedaron. Y es Nico, también, del que voy a hablar más adelante.



(Va a haber más, tranquis)