viernes, 20 de marzo de 2015

Rota

Observó la distancia que separaba la taza de porcelana blanca de sus manos. La observó, suspendida en el aire. Observó también la distancia de la taza con el suelo. Y sucedería lo inevitable. Pero lo estaba viendo. Estaba viendo cómo, milimetricamente ese espacio se iba achicando y cómo fatalmente, se acercaba el final tan predecible. Pero lo estaba viendo. Podía verlo, podía saber con exactitud cuál iba a ser el desenlace, pero por más rápido que moviera sus manos, no podía evitarlo. Podía adelantarse a los hechos, también, y ver la taza, ya hecha trizas en el suelo. Podría romperse de muchas maneras, pedazos chicos, otros mucho más grandes, alternados. Y el dibujo que formarían todos esos fragmentos también era de posibilidades infinitas.
¿Caerían más lejos, más cerca? ¿Hasta dónde podría llegar un pedacito más intrépido? Se imaginó, también, mucho tiempo después, encontrando a ese pedacito intrépido en algún rincón, detrás de la heladera, quizás.
Podía ver lo que estaba sucediendo, y las mil y una alternativas del futuro, pero en ese instante ya nada estaba en sus manos, literal y figurativamente.
¿Qué podía hacer entonces, además de pensar, de imaginar que sucedería?
Cuando finalmente la taza se estrelló en el suelo, se dibujó en él, un dibujo que no había acudido a su cabeza.
Y, es que podemos imaginarnos rompiéndonos de mil maneras, podemos observar el instante justo antes de saber que vamos a estallar en mil pedazos, podemos estar seguros de que nos vamos a romper y que va a ser inevitable. Pero, al final, el dibujo que van a formar nuestros fragmentos, es impredecible.

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