lunes, 30 de marzo de 2015

La playa I

Si quiero contar esta historia desde el comienzo verdadero, tengo que retroceder bastantes años. Tenía todos los dientes, sí, pero el ratón Pérez todavía no me había visitado ni una vez. El primer regalo que me trajo el ratón Pérez fue una radio a pilas, qué vejez, pero igual esto no tiene mucho que ver con esta historia. Resulta que ahí estaba yo, con el guardapolvo azul turquesa y las manos manchadas de tempera o plasticola, seguramente (mucho de lo que cuente hoy va a estar basado en reconstrucciones de recuerdos y relatos de gente que en ese momento tenía más memoria que yo), ya había aprendido a leer un poco y mamá se maravillaba cada vez que lograba descifrar palabras en algún lugar, pero aún así casi nunca me compraba los mini paquetes de Gringuitas que le pedía a la salida del jardín. Decía que después no me comía la comida. Tenía un babero (que me obligaban a usar en las comidas) que me cubría casi hasta las rodillas y que tenia un estratégico bolsillo. Ahí guardaba las arvejas y un poco de arroz. No me gustaban mucho. Y bueno, lógicamente mamá se enojaba bastante. Igual, me estoy yendo por las ramas.
Habíamos llegado hace poco, y habíamos vivido un tiempo en el cuarto de un hotel, porque nuestro camión de la mudanza se había "perdido" en algún lugar del altiplano. Claro, sólo a nosotros se nos ocurría mudarnos en vacaciones y, encima, con el carnaval entre medio. Pero en fin. Luego de una temporada de desayunos preparados por otra gente y camas tendidas por otra gente, llegamos a la que sería la casita de mi infancia. Qué difícil describirla, siempre es difícil describir lugares o momentos significativos, quizás porque las palabras siempre quedan cortas. Tenia un patio delantero, con geranios que dejaban olor en las manos cuando los cortábamos, y un paraíso chiquito que en una helada se murió, y que, luego de eso, en alguna de nuestras andanzas lo llenamos de diminutos monitos de plástico. Habíamos visto Dinosaurios hace poco y queríamos simular una escena que nos había emocionado. Era una casita de barrio, igual a todas las de la manzana, ladrillo visto, una vereda simpática, vecinos que saludaban. Era una ciudad mucho más chiquita a la que estábamos acostumbrados. La gente hablaba con la gente, y eso nos sorprendía... Bueno, a mi no tanto.
Tenía, también un patio trasero grande. Un árbol que casi que llegaba al cielo y hasta había espacio para estacionar a nuestro futuro auto: Pepo.
Una vez, hablando de vecinos y de patios, apareció en el nuestro un perro negro como el alquitrán, con mi hermana intentamos e intentamos descubrirle alguna manchita, pero no había caso. Alquitranado, negro, totalmente. Era Jueves, y nosotras no teníamos mucha imaginación (o teníamos demasiada) y decidimos que se iba a llamar Jueves, quizás haya sido porque también, hace poco, habíamos visto Un hombre llamado Viernes, y nos llamó la atención. Jueves se quedó con nosotros un tiempo, y nos ocasionó uno de los primeros conflictos con los vecinos: se ve que la boxer de la familia de al lado le gustaba mucho, y, nadie sabe como, pero una tarde entró a su patio y se pusieron de novios. Bueno, eso tuvimos que suponerlo, después de que de algunas semanas, los vecinos andaban enojados, ofreciendo cachorritos por todos lados (y obligándonos a ofrecer la mitad a nosotros). Me fui por las ramas, de nuevo. Es que me acordé de estar sentada arriba del árbol, viendo a Jueves pasar por abajo, como entre las ramas. Prometo concentración (mentira).
La cosa es que vivíamos ahí los cuatro, con mi hermana compartíamos un cuarto, y en ese momento papá y mamá también compartían uno (en algún momento contaré cuando esto cambió). Como era la mayor, me correspondía el privilegiado lugar de la cucheta de arriba. Quizás esto les parezca un poco asqueroso (les aseguro que a mi hermana le gustó menos aún) pero una noche, que me da un poquito de vergüenza recordar, fue a despertar a mamá diciéndole "está lloviendo adentro de la casa". Se imaginarán...
La cocina era chiquita, una de las cosas de las que recuerdo que mamá se quejaba todo el tiempo y, por suerte, nunca almorzamos con la tele prendida (es más, el único televisor que tuvo mi familia, en ese momento estaba escondido en el cuarto de mis papás). No voy a decir que nunca veíamos tele, es más, con mamá fuimos bastante fanáticas de Muñeca Brava, al punto de que le rogué que me cortara el flequillo en punta, como lo usaba Natalia Oreiro, y al punto de que cumplió mis deseos sin muchos titubeos, pero, afortunadamente, el aparatito (y la señal que hacía que se formen imágenes en la pantalla) nunca fueron algo central en nuestra existencia.
Papá tenía un equipo de música grande (siempre le gustó mucho la música) y una colección de discos infinita. Sólo una vez entraron a robar a casa, y creo que lo que más le dolió fue que los ladrones se llevaron, en vez del televisor, su equipo y su colección de discos.
Ahora, al fin, esta mención del robo, me va orientando hacia lo que quería contarles, o a lo que, de cierta manera, esta historia va orientada.
Esa noche, antes de entrar, ya sentimos un ambiente raro en la cuadra, y, al abrir la puerta, nos dimos cuenta en seguida de que hasta hace unos pocos minutos había habido gente adentro de la casa. Bueno, no era muy difícil de suponer: las luces estaban prendidas y el televisor envuelto en una frazada y tirado en el piso. Se asombrarán, pero seguimos conservando esa frazada y ese televisor. Pintoresco.
Papá no quería que entráramos más a la casa, tenía miedo de que los ladrones estuviesen escondidos, todavía, pero, les juro que fue imposible no escabullirnos: necesitábamos ver cómo estaba nuestro cuarto. Prendimos la luz con las manitos chiquitas y temblando, y vimos que la cama de hermana (luego del incidente de la lluvia las habíamos reacomodado en forma de "L") estaba llena de vidrios y toda desordenada: La ventana de nuestro cuarto había sido utilizada como puerta. Nos enojamos un poquito porque papá y mamá nunca dejaban que nosotras salieramos por la ventana. De repente nos cazaron de las cinturas y nos sacaron del cuarto, de la casa, de la cuadra, y nos llevaron a lo de Nico. Nico era el hijo de nuestro pediatra, hijo de una amiga de mamá y compañero mío del jardín. Y fueron ellos, los que esa noche, esa noche que estuvimos "sin casa", nos hospedaron. Y es Nico, también, del que voy a hablar más adelante.



(Va a haber más, tranquis)

domingo, 29 de marzo de 2015

Quietud

El domingo nos trae música melacólica, y cielo azul. Totalmente azul, sin ni siquiera una nube pintando de blanco algún sector. Los domingos se escuchan más fuerte los pensamientos. Desesperan. Debe ser porque todo lo demás está demasiado callado. Son las dos de la tarde y todavía no dije nada en todo el día, todavía no hablé, ni siquiera me animé a cantar alguna letra de alguna canción. Es domingo y trato de escucharme más. Como si las palabras exteriorizadas hicieran que mis pensamientos se silencien. Es domingo y estoy quieta, desesperadamente quieta. Es domingo de analizar todo. Es domingo de pechos que se cierran, de hojas de árboles que no se mueven, de gritos en la cabeza. Es domingo y ¡cuánta falta me hacés, la puta madre!


No te preocupes igual, mañana es Lunes, y seguro me olvido.

jueves, 26 de marzo de 2015

Volver

Fue el "cerrá los ojos" que me conmovió más en mi vida. Y ni siquiera importaba quién era el que lo pronunciaba. Ni siquiera importaba quién era el que, con sus manos, con sus movimientos iba guiándome por un espacio totalmente nuevo para mi. O no tan nuevo. Quizás mis pies había recorrido esa superficie alguna vez. Quizás por esa razón me sentía tan cómoda. Quizás por eso, con los ojos cerrados, me movía mejor. Lo que importaba, al fin y al cabo, era que por fin, por fin, por fin, me había vuelto a dar el lujo de permitirme sentir. De permitirle a mis pies ser libres, de permitirme cerrar los ojos y dejar que todo el resto de mi cuerpo vea por él mismo. Y uno a uno los músculos se relajaban, y una a una las barreras se iban cayendo. No importa hacer el ridículo, es más ¡necesito que hagas el ridículo! ¡Necesito que saques todo lo que tenés adentro! Reíte de vos misma mientras te dejás caer en un cúmulo de brazos inciertos. Con los ojos cerrados, siempre, pero con todos los demás sentidos a flor de piel.
¿No te das cuenta, acaso, que así, tus pies desnudos sienten más la textura de la madera? ¿No te das cuenta de que escuchando podés adivinar lo que está sucediendo a tu lado? ¿No aprendés, nena, a identificar olores que aún no tienen rostro?
¡Es que estás sintiendo de nuevo!
¡Es que al fin volviste!
¡Es que hace tanto que este piso te extrañaba!
Y es que, aunque cueste, a lo que hace bien, siempre es bueno volver.

lunes, 23 de marzo de 2015

¿Qué importa?

Odio cuando tengo que buscar en algún lugar para saber qué fecha es. Es como si, realmente, estuviese perdida en el tiempo.
Creo que es, también, un símbolo inequívoco de mi dejadez ¿símbolo o signo? Ay, nunca me acuerdo de eso. Varios profesores se decepcionarían...
Pero si vamos a hablar de decepción, hay una larga fila. Acomódense bien, no empujen. Todos van a tener su oportunidad de regodearse de mis falencias, de mis carencias, de mis actitudes. Todos van a poder mirarme con desaprobación. Tranquilos, hay tiempo para todo, y para todos. Aunque bueno, tampoco es que molestaría mucho defraudarlos también en ese aspecto... Si ya están acostumbrados a mis incumplimientos ¿qué importa si prometo una vez más?

domingo, 22 de marzo de 2015

Otra mirada

El Artículo 4 de la Convención Americana de Derechos Humanos habla sobre el derecho a la vida.
El inciso 1° establece que “Toda persona tendrá derecho a que se respete su vida. Este derecho está protegido por la ley y, en general, a partir del momento de la concepción. Nadie puede ser privado de la vida arbitrariamente”.
La discusión se ha dado siempre respecto a ciertas expresiones o palabras de este inciso que entran en controversia con el Artículo 19 de nuestra Constitución Nacional, el cual establece el derecho a la autonomía personal.
Ahora bien, creo que existen distintas maneras de afrontar este debate, podríamos gastar tinta y papeles intentando descifrar cuándo comienza la vida, qué es la concepción, qué significa la expresión “en general”, qué derecho prima sobre el otro… pero podríamos, por otro lado, enfocarlo desde una visión distinta y justamente mucho más abacartiva.
Creo que el debate sobre el aborto debería darse entendiendo la profunda desigualdad de género que hoy existe. Entendiendo, también,  que no sólo se le niega a la mujer su derecho a conformar el plan de vida al momento de decidir qué hacer con su embarazo, sino que se lo está afectando desde el momento en el que se le niega la educación sexual, desde que se la pone en un lugar de subordinación respecto al hombre, desde que sigue formando parte de un grupo que ha visto sus derechos sistemáticamente vulnerados.
¿Podemos hablar de autonomía personal  cuando la mujer está y siempre ha estado en una posición de desigualdad? ¿Puede decirse que hay posibilidad de constituir esta autonomía personal  cuando en la realidad en la que vivimos no existe un verdadero y efectivo acceso a la educación sexual y a los métodos anticonceptivos? ¿Hay autonomía personal cuando uno tiene sus derechos más básicos vulnerados?
No es menor recalcar que estos patrones se siguen reproduciendo y, lo que es peor, naturalizándose en las clases sociales más desaventajadas.

No se puede hablar de decisiones tomadas libremente sin que el Estado proteja el  acceso a los derechos sociales: la vivienda, alimentación, educación  y salud, por nombrar algunos, que son los derechos que garantizan una posición verdaderamente igualitaria y entonces así, una real posibilidad de que exista la autonomía personal.

viernes, 20 de marzo de 2015

Rota

Observó la distancia que separaba la taza de porcelana blanca de sus manos. La observó, suspendida en el aire. Observó también la distancia de la taza con el suelo. Y sucedería lo inevitable. Pero lo estaba viendo. Estaba viendo cómo, milimetricamente ese espacio se iba achicando y cómo fatalmente, se acercaba el final tan predecible. Pero lo estaba viendo. Podía verlo, podía saber con exactitud cuál iba a ser el desenlace, pero por más rápido que moviera sus manos, no podía evitarlo. Podía adelantarse a los hechos, también, y ver la taza, ya hecha trizas en el suelo. Podría romperse de muchas maneras, pedazos chicos, otros mucho más grandes, alternados. Y el dibujo que formarían todos esos fragmentos también era de posibilidades infinitas.
¿Caerían más lejos, más cerca? ¿Hasta dónde podría llegar un pedacito más intrépido? Se imaginó, también, mucho tiempo después, encontrando a ese pedacito intrépido en algún rincón, detrás de la heladera, quizás.
Podía ver lo que estaba sucediendo, y las mil y una alternativas del futuro, pero en ese instante ya nada estaba en sus manos, literal y figurativamente.
¿Qué podía hacer entonces, además de pensar, de imaginar que sucedería?
Cuando finalmente la taza se estrelló en el suelo, se dibujó en él, un dibujo que no había acudido a su cabeza.
Y, es que podemos imaginarnos rompiéndonos de mil maneras, podemos observar el instante justo antes de saber que vamos a estallar en mil pedazos, podemos estar seguros de que nos vamos a romper y que va a ser inevitable. Pero, al final, el dibujo que van a formar nuestros fragmentos, es impredecible.

martes, 17 de marzo de 2015

Razones ficticias

Inhalo, exhalo, pero no dejo de temblar.
¿Cómo llegué a este lugar?
Tengo una sensación horrible en la boca del estómago. Me falta una parte importante. Me falta un cachetada mental que en tu idioma significa "calmate un poco".
Cachetadas mentales. De esas necesito. De tus palabras que me hacen entrar en razón, que me devuelven un poquito la entereza y me hacen dar cuenta de que nada es grave. O todo lo es, y por eso, al mismo tiempo, nada lo es. Misma conclusión.
Y si sé todas estas cosas, entonces ¿por qué igual necesito que me las digas?
Ah, ya se. Es que necesito que me digas algo.
Tengo mucho frío, a pesar de que el sol me está dando de lleno en la espalda, puedo decir, entonces, también, que cuando todo es calor, entonces nada lo es. Y el frío que siento quizás sea tan solo una mínima falta del calor insoportable que venía experimentando. Tu calor insoportable.
Me embola siempre llegar a hablar de vos. Pero ¿qué querés? no puedo evitarlo, no me gusta evitar las cosas. Si siento, por algo es. Y no, no soy conformista, callate.
Siempre de alguna forma, u otra, estás presente, pero igual, no es a lo que iba.
Me estaba preguntando cómo es que llegué a este lugar. Y no me refiero a lo físico. Físicamente creo CREO que sé dónde estoy, pero no nos metamos en filosofía... bue, como si eso fuera evitable. Estoy harta de irme por las ramas, me di cuenta de que nunca termino nada, no le doy un final a estas cosas que escribo. Debe ser que odio los finales, o que no creo en ellos. Podría intentar, igual, darle una conclusión. ¿Es necesario que algo termine para poder sacar una conclusión? Sería una suerte de "conclusión parcial", bueno, creo que con eso me siento medianamente cómoda. Igual, que aberrante sentirse totalmente cómodo, y entonces también es medianamente aberrante sentirse medianamente cómodo. Ponele que quiero quejarme un poco.
Se me desordenan las ideas, basta, es todo tu culpa esto. No por acción, sino por omisión. Aunque no hay ni acción pura ni omisión pura, pero vos entendes, igual me chupa un huevo si entendes o no. Si tuviese huevos esa frase tendría más sentido. Pero bueno, vos me entendes (de nuevo con lo de "vos me entendes" estoy re gila hoy).
La computadora esta calentando y me quema la pierna. En un sólo sector, incisiva, a propósito y ya sabemos que me da paja pararme o cambiarla de lugar, así que ni preguntes cuando veas la quemadura, pensá que estoy aprovechando este tipo de calor insoportable.

domingo, 8 de marzo de 2015

25 meses

Y de alguna u otra manera, me encuentro expectante, una vez más. Una vez más con la sensación de volver a empezar. Y con la emoción y el miedo que suelen traer los comienzos.
Hoy siento que vuelvo a ser la que 25 meses atrás pisó Buenos Aires, no por primera vez, pero por primera vez para quedarse. Y acá estoy. Sintiendo que no cambié nada desde ese día, pero también sabiendo que soy una persona completamente distinta. Si, ya se, contradicción, una de las tantas, pero pienso, también, que una cosa no quita a la otra, los opuestos se complementan, dicen... y no se qué digo yo, por eso muchas veces me la paso repitiendo.
Hace unos meses, escribí algo parecido, escribí que siento que por fin voy encontrando mi lugar, y eso no quiere decir que esté feliz o cómoda siempre, sino que siento que puedo superarme, que tengo la oportunidad de hacerlo. Escribí también, que estaba contenta de haberme encontrado, o reencontrado con personas maravillosas. Sin dudas cada una dejó algo importante en mí, y cada tanto aparece alguna que me vuela la cabeza. Y sí, soy de volarme la cabeza seguido... que lo haga seguido no quiere decir que me acostumbre a ello. Y la gente va y viene, aprendí a no aferrarme a ella. O a aferrarme, sí, pero a ¿desaferrarme? rápido.
Retomé el blog hace ya ocho meses, y siento que era algo que me debía hace años. Más allá de que sea leído o no, ha sido un compañero constante este tiempo, una expresión, una manera de volcar lo que se me pasa por la cabeza, y de tener la oportunidad de poder releerme a mi misma, de retomar pensamientos que de otra manera, probablemente, se hubiesen perdido en los recovecos de materia gris o en el cuadriculado de cuadernos.
Los meses pasados fueron de los más difíciles que tuve que vivir, razones más, razones menos, quizás no sea eso lo que realmente importe, pero creo que necesitaba desesperadamente sentir que existía la posibilidad de empezar de cero en varios sentidos. Uno piensa mucho, pero cuesta concretar, quizás este sea uno más de esos comienzos fallidos, pero espero que no sea así.
Hoy no estoy en ningún subte con olor  a nuevo, estoy sentada en el universo de mi cuarto recién reordenado, con el viento del balcón, intrépido, como lo ha sido últimamente, y con la sensación de que hoy, también,  estoy dejando algo más mientras escribo. Y también se me escapan lágrimas, mezcladas. Hay de todo un poco, no puedo asegurar lágrimas de qué son, pero si traen tranquilidad, que vengan, no voy a ocultarlas atrás de una Ale fría que no soy.
Y también espero releerme y verme acá, volver a traer sentimientos y pensamientos y miedos e inquietudes y, también, espero haber crecido. Porque eso si, pase lo que pase, siempre creciendo, y sea como sea, siempre para adelante.
Ale.

lunes, 2 de marzo de 2015

Cocinar

No sé cómo sucedió, pero de repente me costaba horrores pararme en la cocina.
Me encantaba cocinar para otros, y mi soledad se había trasladado a casi todo ámbito de mi existencia.
Un aluvión de papelitos del delivery cubría enteramente la heladera vacía (por dentro). Bueno, no del todo vacía, un par de botellas de agua y un viejo limón partido al medio ocupaban los estantes. No me atrevía a tirarlo. Era seductor, ahí, con ese amarillo gastado y achicharrado por el paso del tiempo. Por un lado sabía que no lo iba a usar nunca, pero en mi cabeza le daba cierta sensación de completo al asunto. Me veía reflejada en él: amarilla y vieja y sola y a la mitad, y no me hubiese gustado que a mí me tiraran a la basura dejándome a la suerte de algún muchacho recolector.
Aún así, me negaba a darle compañía, como también me la negaba, en parte, a mí misma.
¿Quién diría que iba a encontrar una analogía en un medio limón encerrado en un gigantesco electrodoméstico?
De todos modos, mis fideos con tuco no tenían el mismo gusto cuando los comía en silencio mirando a la pared.
Creo que el comer (y, con eso, el cocinar) tiene un sentido mucho más profundo que alimentar al cuerpo. El ritual de prender la hornalla y enfrentarme a una tabla de picar, era para mí como bailar. Nunca fui muy coordinada de todos modos, y en la cocina me volvía más torpe y atolondrada que sobre el escenario, pero no por eso la cocina me parecía un escenario menos encantador. Creo que también me ponía más perceptiva, como si los ruidos, movimientos y sentimientos se acrecentaran a mi alrededor, y por eso cuando cocinaba me percataba mucho más de lo que los demás me estaban pidiendo, en silencio.
No voy a decir que era buena cocinando (porque definitivamente sería una mentira) pero sí voy a aceptar que me maravillaba hacerlo. Era una forma realmente sincera de expresar lo que sentía, de decirle a los demás cuánto me importaban y cuánto quería que algo nacido de mis propias manos los deleitara.
Vuelvo a repetir, no se cómo sucedió pero de repente un día me empezó a costar horrores pararme en la cocina grande, vacía y con una heladera inútil.
¿Qué me habría llevado hasta ese punto?
¿Por qué de pronto me asustaba no complacer?
Y la pregunta qué más me aterraba: ¿Por qué tenía tanto miedo de cocinar para mí misma?

Escriba un título II

Debo confesar que abrí el borrador sin saber bien sobre qué escribir. Tan sólo quería desahogarme un poco ¿Desahogarme de qué? Quién sabe, ni yo sé. Ni siquiera se a dónde estoy yendo con esto. Quizás sea, de cierta forma, forzarme; pero quizás sea, también dejar que mis pensamientos se acomoden mientras los dedos corren por el teclado. Una confesión. Una confesión de algo que aún no se si hice.
¿Será más sincero si escribo así? Sin saber a dónde estoy yendo. Bueno, un poco como mi vida. Quizás sea una linda metáfora: Escribo hoy esto como voy escribiendo mi vida. Abro un borrador cada vez que me levanto y comienzo a improvisar. Bueno, no creo. La rutina poco espacio deja a la improvisación. O yo me refugio en la rutina para no tener que esforzarme creando. Un poco duro conmigo misma.
Últimamente estoy preguntándome mucho, sobre muchas cosas, como inundando mi alrededor de incógnitas, pero también, hace poco, descubrí que prefiero mis preguntas antes que las respuestas de otro. O las mías, incluso. La certeza da más miedo que la incertidumbre, porque en la incertidumbre siempre puedo esperar lo mejor. Las certezas no tienen grises, parecen enormes piedras imposibles de erosionar, o de mover. Están ahí, simplemente ahí, imposibles de ignorar. No quiero que se me agoten las preguntas, me da miedo estar convencida de algo. Debe ser parte, también, de mis cambios, o de mi naturaleza autoboicoteadora; o, más bien, de la parte de mi que quiere ir en contra del autoboicot: Cuando siento que sé, que siento, o que estoy convencida de algo realmente, no puedo evitar taladrarme la cabeza para ir en dirección contraria. Mejor, entonces, huirle a las convicciones. Aunque, después de todo, podría convencerme de que no está tan mal convencerse.