viernes, 7 de octubre de 2016

il pleut des cordes


"Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. 
Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, 
aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, 
que hacen plaf y se aplastan como bofetadas 
uno detrás de otro, qué hastío".

(Aplastamiento de las gotas, Cortázar)




Al fin lo habían logrado: no llovía más en la ciudad.

Pero la historia es larga y primero deberíamos remontarnos a la infancia de una joven criada en un pueblo tabacalero y con alguna que otra idea particular.
A Luciana siempre le habían llamado la atención esos fuertes estallidos que se provocaban cuando el cielo se llenaba de cumulonimbus ¿Truenos? No, querido lector, las famosas -al menos en el pueblo- bombas de granizo. Peculiares artilugios disparados contra las nubes para transformar el granizo en miles de miles de gotitas de agua. Es en vano detenernos a explicar el funcionamiento físico-químico de este invento, pero podemos dedicarle unas palabras a la razón por la cual un sector de trabajadores especializados se dedicaba a cazar nubes potencialmente contenedoras de cristales de agua: las plantaciones de tabaco. Usted verá: misiles de hielo cayendo a una velocidad considerable (gravedad mediante), no se lleva bien con las hectáreas de plantas de tabaco de hojas delicadísimas (o, más bien, para que negarlo, no le es conveniente al señor Massalin Particulares, a quien cada granizada le equivaldría a una pérdida considerable). Pero, qué más da, sigo yéndome por las ramas, la cuestión es que a Luciana siempre le había inquietado la existencia de estas herramientas que podían modificar las condiciones atmosféricas reinantes en un momento y un lugar. Como era de esperar y como era de una "familia bien" del pueblo, pudo trasladarse a la gran ciudad a estudiar, claro, meteorología. Pero sus ambiciones fueron tornándose cada vez más pronunciadas: no soñaba ya con ocupar un lugar en algún noticiero y hacerse famosa hablando de hectopascales y centígrados.

Todo comenzó una mañana en la que la lluvia azotaba atrozmente la ciudad y Luciana tuvo que salir a la calle a hacer alguno de los trámites con los cuales ya estamos familiarizados; con los zapatos íntegramente mojados y medio cegada por el agua en los ojos pensó "¿para qué sirve la lluvia en la ciudad? ¡que llueva en el campo donde sí es necesario y listo!", incapaz de encontrar una respuesta concreta y sabiendo que existían ya mecanismos para modificar el tiempo, dedicó todo lo que le quedaba de vida para lograr ese ambicioso objetivo: que no llueva más en las ciudades.

Y lo logró.

Años de trabajo habían rendido su fruto. Cientos de ciudadanos festejaron el logro, hubo hasta un corte de cinta simbólico inaugurando la nueva etapa sin lluvias de la ciudad y a Luciana, ya viejita, le tomaron fotos y le colocaron alguna placa en alguna plaza.
Lo cierto es que no hubo grandes afectados por la medida, si bien muchas plantas de los balcones murieron producto de dueños descuidados que olvidaban regarlas, los pequeños inconvenientes fueron solucionándose rápidamente y en general la gente estaba contenta.

Digo en general porque nadie se había acordado de Don Santiago Ordiales, quien monopolizaba la venta de paraguas en la ciudad en cuestión. Los primeros meses no había sido tan complicados, la gente aún no confiaba totalmente en las promesas de no-lluvia y ante cualquier abigarramiento de nubes tomaba la precaución de adquirir un paraguas por un "módico precio" como repetía Don Santiago y como le hacía repetir a los muchachitos que, en cada esquina del microcentro, trabajaban para él. Pero las semanas fueron atropellándose una detrás de la otra y las ventas decrecían considerablemente, no funcionó bajar los precios ni recortar salarios, el negocio ya no era redituable, un paraguas ya no tenía valor de uso. Uno a uno los empleados de Don Santiago fueron buscando a qué otro explotador venderle su fuerza de trabajo: en los últimos tiempos eran necesarios muchos encargados de riego de plazas, gran cantidad de los muchachitos fue parar a allí, otro tanto se dispersó en cadenas de comida rápida y uno con algo de suerte consiguió un puesto administrativo en el sector público. Don Santiago Ordiales quedó solo y patético en la esquina de Viamonte y Talcahuano, paraguas en mano, ofreciéndolos a un ya modiquísimo (para no decir irrisorio) precio. Pero esto no era lo peor, pensó Don Santiago al entrar a su casa repleta de paraguas, toda esa inversión ¡al tacho!

Hace ya más de cuatro años que no caía una gota sobre la ciudad y, finalmente, tuvo que tomar la decisión: los paraguas no hacían más que ocupar espacio y recordarle su fracaso, tenía que olvidarlos y seguir adelante, pensar en algún otro negocio que le devolviera el status de monopolio que había detentado alguna vez.
Uno a uno fue juntando los paraguas en el patio de su casa hasta construir una altísima montaña de tela impermeable y alambres enclenques, para agregar dramatismo (y porque lo había visto en varias películas) roció la montaña con un bidón de nafta y, después de fumarse la mitad de un pucho, lo arrojó contra ella. El crepitar del fuego y el olor a plástico quemado lo hicieron entrar en razón: si no detenía el incendio las consecuencias podían ser terribles. Corrió al interior de la casa y llamó a los bomberos que en un santiamén aniquilaron las llamas y lo dejaron nuevamente solo, pero ahora frente a unos tímidos restos chamuscados y manchas negras en la medianera. Ya no había más paraguas.

Salió de la casa y se sentó en una de las plazas aledañas y sonrió con amargura al ver el pasto ligeramente amarillo y reseco, por muchos regadores que pusieran siempre quedaba algún sectorcito que clamaba por agua. Caminó por la ciudad mientras sentía como sobre su cabeza el cielo se iba encapotando ¡qué recuerdos! Las lágrimas asomaron y por un instante quedó medio ciego por el llanto. El cielo se ennegrecía más y más y todo le recordaba a aquellos felices días en los que exhibía con orgullo sus paraguas. 
De pronto, una lágrima cayó en el sentido opuesto ¿cómo había llegado una lágrima a su frente? entendía las de las mejillas y la boca, pero de repente toda su cara se comenzaba a llenar de minúsculas gotas. Miró al piso, atónito, el agua comenzaba a dibujar las veredas y la gente, desconcertada, corría a esconderse. Un relámpago atravesó el cielo y el ruido del trueno lo ensordeció: Llovía. 
Mientras la gente se aglutinaba a su alrededor desesperada, él, sin poder salir aún de su estupefacción escuchó los gritos: "Don Santiago ¿no tiene unos paraguas?".