miércoles, 29 de julio de 2015

Llegaste

Llegaste esperando demasiado de mi.
Me cuesta sentirme idealizada.
Soy una más ¿sabes?
Porque yo sí lo sé.
Tengo claro que lo más probable
es que en tu vida, sea intrascendente
¿te acordarás dentro de algunos años?
¿nuestras charlas volverán a hacerte pensar?
¿por qué necesito que me recuerdes?

Llegaste, nunca conformista.
Siempre exigiendo más de mi mente
y más de mi cuerpo.
Poniéndome a prueba una y otra vez.
Ofendiéndote cuando te daba la razón,
sin antes darte discusión.
Y me dejás pensándote,
infinitamente.
Y me dejás autocriticándome,
como siempre.
Me quedo acá, mirando una hoja
y vos mirando quién sabe qué.
Efímero como todo con vos.
No puedo pedirte nada,
y puedo ofrecerte menos.
Pero...
¡Ay, tu mente navegando los laberintos de la mía!

Llegaste, haciéndome creer que era mucho,
cruel.
Más alto y más duele hundirme.
Más rápido y más por qués me invaden.
No puedo forzar nada, lo sé.
Justamente por eso
no puedo evitar sentir lo que siento.
Después de todo, tengo que dejarme ser,
y si soy esto,


no queda otra.

lunes, 13 de julio de 2015

Reflejo

Nos sentamos uno el frente del otro y, mirándonos a las caras, casi inevitablemente lo decidimos.
Era hora.
Comenzamos con las cosas más grandes, las que más recordábamos, pero no por eso las que más huellas habían dejado.
Era curioso observar cómo a medida de que iban pasando las horas y desfilando a través de nuestras bocas las palabras, todo iba cobrando un sentido más trascendente.
Entonces, el recordar el dolor de un cuchillo clavado por casualidad, o la quemadura con algo sacado del horno, desencadenaban una serie de sensaciones que ni siquiera eramos conscientes de haber experimentado.
El olor que a vos te llevaba a tu infancia, a mi me llevaba a la farmacia en la que había laburado por primera vez, y en la que -por primera vez, también- tuve que defenderme solita. Y yo te hablaba de farmacias  y a vos se te aparecía tu vieja, diciendo que farmacéutico y murciélago son dos palabras que contienen todas las vocales y, de pronto, yo me acuerdo de los tres tomos de los diccionarios de la RAE que mi abuelo cuidaba como oro, eran sin dudar su posesión más preciada, y vos te acordás de tu gata, que se llamaba Dora, pero que tuvieron que cambiarle el nombre cuando descubrieron que en realidad era gato y le pusieron Comodoro para que el pobrecito no sintiera que perdía tanto la identidad.
Y así seguíamos agregando cosas, sumando y sumando. Pasaban las horas y las cuestiones banales como el nombre de tu gata-gato dejaban de serlo. A todo le encontrábamos texturas, gustos, olores y francamente era evidente que nuestra sensibilidad estaba a flor de piel. Y no podíamos callarnos, porque hasta con los silencios nos contábamos cosas y porque cuando las palabras no podían describir lo que sentíamos, nos transmitíamos esas sensaciones mentalmente. Y entonces vos estabas en mi farmacia. Y conocías a Natalia. La conchuda de Natalia, y sabías que yo te la describía mucho peor de lo que realmente era, pero entonces la farmacia no era sólo la farmacia, sino que era todo lo que yo había sentido ahí. Y tu vieja diciendo murciélago era en realidad mucho más que eso porque era ella cubierta de harina diciendo murciélago mientras amasaba pizzas y mientras vos te acordabas de las cosas que habías hecho en esa mesada. Y era también el ruido de las chicharras la noche de verano en la que te desvirgaste y la pibita que te comiste en una fiestita de quince, y ni siquiera hacía falta que me cuentes porque bastaba, simplemente, con que abrieras tu mente y me dejaras a mí, encontrar esos pedacitos de tu vida que hasta vos habías olvidado. Y lo mismo yo. No me daba miedo que veas, que sientas, que mires con mis propios ojos a la conchuda de Natalia que ni siquiera es tan conchuda, pero bueno. Y que sintieras como me dolió que mi abuelo me gritara cuando tiré café en el último tomo, a la altura de "ramificar", y no tendrá todas las vocales esa palabra, pero te aseguro que él me puteo con letras que ni yo sabía que existían.
Habíamos llegado a un punto tal del ejercicio que yo me sentía más en vos que en mí misma, y me empezaba a dar un poco de miedo porque cuando, en medio de toda esa vorágine de recuerdos y sensaciones, abrí los ojos, no te ví a vos.
Me ví a mi misma, del otro lado de la mesa, con los ojos cerrados.
Todo se me había dado vuelta.
Y de pronto me veo, abriendo los ojos del otro lado de la mesa y notando un brillo en ellos que nunca había visto ni en el espejo, ni en fotos, ni en ningún lado.
Y miro mi cara, desfigurada por la confusión ¿Era yo o eras vos mirándome?
Como si fuésemos uno el reflejo del otro, subimos las manos a la altura de nuestras caras. Y ahí lo vimos.
Gran cagada nos habíamos mandado.

martes, 7 de julio de 2015

Remera finita

El chirrido del timbre lo arrancó del sopor en el que las imágenes del televisor lo habían sumido. Se llevó el cigarrillo a la boca, aspiro profundamente y lo dejó apoyado, consumiéndose en el platito de porcelana blanca que hacía las veces de cenicero. Se levantó pesadamente, tomó el teléfono del portero e intercambió un par de palabras. Lentamente (o quizás tan sólo así lo sentía) recorrió la distancia que lo separaba de la puerta de su departamento. Bajó los dos pisos, como sorteando obstáculos, pero agradeciendo que la calefacción central le permitiera vestir tan sólo joggings y una remera finita en pleno invierno.
Sonrió al verla a través de la puerta de vidrio que, por cierto, clamaba una limpieza a gritos.
Apenas se le veía una porción de cara, y aún así pudo adivinar que estaba sonriendo emocionada mientras, sin adolecer de cierto esfuerzo, levantaba el antebrazo para saludarlo con la mano enguantada. Todo su cuerpo aparentaba un gracioso y descabellado tamaño, debido a las múltiples capas de ropa que, esa tarde gris, vestía.
Entre risas, le abrió la puerta, y por un instante, la remera finita no fue suficiente para hacer frente al viento helado que entró acompañándola. Subieron, codo a codo, los dos pisos mientras comentaban alguna que otra cuestión banal.
Que el colectivo había tardado, que no sabés lo que me pasó en la parada, que hoy no almorcé así que alimentame, porfa.
Ya dentro del departamento, con la puerta cerrada y el televisor de fondo, comenzó el espectáculo que él tanto disfrutaba: Sin dejar de hablar, comenzó a despojarse de lo que la cubría. Primero dejó la mochila en el sillón, al tiempo que le contaba la cantidad de perros callejeros a la intemperie que había visto en el camino; luego se desenredó los auriculares del cuello, comentando algún ejemplo dado en alguna clase por algún profesor; más tarde fue la gruesa campera, dejando ya, ver el tamaño real de su cuerpo: "hoy tomé un litro de té"; llegó el turno de la bufanda, enroscada también con sus mechas larguísimas, la vio combatir con ella mientras su monólogo discurría sin interrumpirse, quizás le hablaba sobre una foto que había sacado y que luego le mostraría; casi inmediatamente la observo saliendo deliciosamente del último pulóver que (¡al fin!) la dejaba vistiendo una remera finita.
Cayó, con un suspiro, en la silla más cercana, medio riéndose de la ridícula montaña que su ropa había formado en el sillón, y se inclinó hacia él, regalándole un beso bastante largo, poniendo un freno, por primera vez desde que había llegado, a sus palabras.
En ese instante, él descubrió por qué adoraba tanto ese ritual invernal. No hace mucho que compartían su existencia el uno con el otro, quizás todo había sido muy rápido, eso decía la gente, pero ¿contaba realmente el tiempo cuando los sentimientos eran así de fuertes?
No necesitaban explicaciones, pero él se dio una en ese momento: verla desvestirse de a poco, mientras le contaba de su cotidianidad, reflejaba infinitamente su simpleza y era, conjuntamente, una analogía para la manera en la que, sencillamente también, le había desnudado su mente.