lunes, 29 de diciembre de 2014

Diez

Te largan a jugar. Asi, sin experiencia y con las piernas flacas como dos chorros de soda. No te ponen presión, pero no escupas para arriba, que te va a llegar solita.
Jugas, jugas y creces. Te reis, tropezas y te golpeas mil veces la cabeza. Conoces compañeros, amigos, amores y desamores. Te peleas con amigos, conoces nuevos, o no tan amigos, que te tiran un caño cuando te descuidas.
Es así, nene, no te enamores de nada. Sabes por qué? Porque en algún momento te van a dar el 10, brilloso y luciendo en tu espalda, no para darte prestigio, sino a modo de blanco, para que te lleguen todas las patadas a vos.
Y es en ese momento cuando, aun siendo el más guapo de todos, vas a tener ganas de llorar.
Mil veces me dijeron que era distinto. Incluso, ayer, en la cena, mi abuela me dijo que la asustaba, que parecía de cuarenta años. Es una casualidad? No, che, no es una casualidad. A mí me pusieron a jugar cuando era un nenito, y aprendí cosas que otros aprenden mas tarde. No me enorgullezco de eso, porque tengo pocos amigos, pocos amores y soy demasiado crudo para decir las cosas. Y no solo eso, sino que ante cualquier problema de dos, de tres o de cinco, la pelota me la pasan siempre a mi, y esperan que tire algún lujo y terminemos, al menos, empatando.
Me parece que esta vez me quedo grande la camiseta. O el partido es muy difícil, quizá.
Pero no voy a negar que tengo ganas de sentarme a llorar un poco, y mirar todas las cosas que me perdí por ser grande antes de tiempo.
Los quiero un montón, pero hay cosas que no van a volver. Y de hoy en mas, hay cosas que no van a poder comprarle al enano. Partidos de futbol, de play, o días de campo. A mí no me deben nada, ni al mediano.
No quiero jugar más. Acá les dejo la camiseta. Me retiro a los veintiuno y no sé qué voy a hacer con nada más.
No me esperen al brindis, no me esperen en la costa. Cuelgo los botines.
No es necesario que, de un plumazo, te borren la sonrisa del que había sido el mejor año de tu vida. Y a vos, canoso, no tengo que reprocharte nada. Sos y vas a ser el diez que quiero igualar, hoy y siempre.
(Quizá vaya a brindar con mi familia numerosa, que me afanaron con los años).
Si, amo las familias numerosas, los asados domingueros y los primos que son amigos.
Yo pase los fines de semana “jugando” y no conoci esas canchas. Que le voy a hacer.
Dejame, dejame asi. Si siempre dijeron que estaba loco.

Y no, no estoy loco, ni voy a estarlo. Pero soy una bomba de tiempo, un diez que soluciono partidos un montón de veces y que hoy esta tan triste que no quiere pisar un césped nunca más.

GS

domingo, 28 de diciembre de 2014

Los rayos cayendo de un cielo encapotado

Diciembre era su mes menos preferido para ir a verla y tenía varias razones para que así fuera, el paso de los años había hecho que se de cuenta de eso, pero también había hecho que esas razones fueran variando, a veces disminuyendo hasta casi desaparecer y otras aumentando inquietantemente. Nunca había encontrado, sin embargo, una razón lo suficientemente fuerte para dejar de ir. Y la verdad es que se sentía más en casa allí que en su diminuto departamento, allí ya lo conocían, y, principalmente, ella lo hacia sentir en casa, ella era su hogar.
Había pasado ya el momento en el que se preguntaba hora tras hora por qué el destino había obrado de esa manera, los años habían hecho que, de cierta manera, lo aceptara. Tenía claro que aceptar no era lo mismo que olvidar ¿cómo iba a olvidarla?
El día después de Navidad siempre era el peor. Sentía una ironía indescriptible. Todo se llenaba de flores, cartas, gente... Y si bien él sabía que era bueno, sentía que era una hipocresía que esas familias, ausentes todo el año, aparecieran justo ese día.
Le dolía el olvido, sufría por los otros, pero, también en parte, por ella y por él. Tenía claro que en cualquier momento él tampoco iba a estar y entonces ¿los alcanzaría a ellos también el olvido?
Estaba sentado en el banco. Mirándola. Se escuchaba el bullicio de la gente mezclado con la musiquita de las tarjetas navideñas repitiéndose sin cesar. Ella siempre tenía flores, se lo merecía. Se había prometido a sí mismo que nunca iba a dejar de ir a verla y que nunca le iban a faltar flores. Y por 32 años había mantenido su promesa. A veces, en sus largas horas de reflexión, seguía preguntándose si había hecho bien en elegir ese lugar para ella, nunca habían tenido ocasión para planificar aquello que parecía tan lejano, nunca hubiese imaginado que ella se iba a apagar así, una noche, entre sus brazos, sin un por qué.
Había aprendido a alejar el sentimiento de culpa y a transformar el dolor en algo positivo. No podía negar que era feliz. La gente solía preguntarle por qué no se había casado de nuevo, él nunca sintió la necesidad. Se había enamorado y seguía enamorado, aunque se rieran o lo miraran con pena cuando lo decía. Diciembre era una de las pocas cosas que lo hacían indignarse, y hasta estaba orgulloso de eso.
Miró el nicho de al lado. Uno de los pocos que seguían, aún en Navidad, sin flores. Como era costumbre, separo unas cuantas del ramo que había llevado y las puso en su macetero. Era una de esas lápidas protegidas por una reja, no las entendía; el cuerpo no iba a ir a ningún lado, no necesitaba una reja. Lo curioso era que recordaba haber pensado exactamente lo mismo el día en que la habían puesto. Era Noviembre y llovía, casi nunca llueve, y la reciente viuda estaba sola. Nadie más la acompañaba. Él estaba sentado allí, en el mismo banco,18 años atrás, no había lluvia que impidiera que cumpla con su promesa. Ella se sentó al lado y él le dio su paraguas. Sintió ganas de abrazarla y de decirle eso de que el tiempo va sanando las heridas, aunque fuese mentira, aunque quizás eso funcione para algunos, que necesitan el remedio del tiempo, pero no para otros que tienen heridas más profundas. Pero el silencio dijo más y prefirió que sea de ese modo. Cuando la lluvia paró un poco, se levantó, cerró la reja de la lápida y se fue. Fue la última vez que vio esa tumba con flores, bueno, exceptuando las veces que él mismo las ponía. Sentía que era más sincero que desapareciera definitivamente y no volviera, ni siquiera, para Navidad.
Había tenido tiempo para imaginar la historia de la misteriosa pareja, era de las pocas historias que nadie conocía en el Cementerio y que le obsesionaba saber. El pasar tanto tiempo ahí había hecho que se relacionara con los más diversos personajes y había entre ellos algo parecido a la amistad. No hablaban mucho, pero las pocas palabras que se decían en cada encuentro iban narrando historias y poco a poco reconstruyendo vidas. Otra razón por la que no le gustaba Diciembre: ese código no escrito de hablar poco era sistemáticamente violado.
"Hola Don Lucho, feliz Navidad" lo saludó el jardinero mientras tiraba baldes y baldes de agua para que no se secara el pasto, era verdad que no llovía casi nunca, pero hoy se veían en el cielo algunas nubes amenazantes. La lluvia lo transportaba inmediatamente a la tarde de noviembre de 18 años atrás. Hizo memoria y no pudo acordarse de otro día en que la lluvia lo hubiese alcanzado en su banco ¿podría ser posible?
Lentamente los recovecos del cementerio se fueron vaciando, mientras el cielo seguía llenándose de nubes, iba a oscurecer bastante más temprano. Comenzó a despedirse cuando la primera gota lo mojó y tal vez fueron sus pensamientos los que no dejaron que escuche que alguien se había acercado a él, hasta que, tímidamente, ese alguien le ofreció su paraguas.

sábado, 20 de diciembre de 2014

(Des)encuentros

Todo empezó desde antes de que me suba al colectivo: El equipaje se dejaba en un lugar distinto de donde se sube.
Tenía el asiento 33. Me gustaba el numero. Me gusta el tres y dos tres juntitos forman un ocho que es otro numero que me encanta.
En la fila para despachar el equipaje no sé cómo, porque uno nunca sabe cómo, empecé a hablar con una mujer. Tampoco sé cómo, pero terminó contándome una parte importante de su vida mientras esperábamos. Viaja con sus dos hijas: Sol y Ángeles.
Yo estaba muy emocionada. Además de todo lo que el viaje significaba, mi mamá y mis hermanas se subirían al mismo colectivo que yo en Jujuy, y terminaríamos el viaje hasta Lima juntas. Es decir, los asientos que ellas iban a ocupar iban a ir vacíos hasta Jujuy. Los pasajes se vendían completos, de Buenos Aires a Lima, no por tramos.
En la fila, yo seguía escuchando porciones de la vida de Lucía, hasta que no me resistí y le pregunté qué asiento tenía: " 34, 35 y 36" me dijo. Me quedé congelada: esos eran los asientos de mi mamá y hermanas. Estaba segura. Igual, agarré el teléfono inmediatamente y llamé a mamá para preguntarle. Me lo confirmó. Y ahí empezó el "¿qué habrá pasado?". Pasaron los minutos y subimos al colectivo. Apagué el teléfono para ahorrar batería. Le mandé a mamá "a las tres te llamo" (otra vez el tres).
Me senté al lado de Sol. Lucia me agradecía a mi y a Dios "por haberme mandado". Creo que es muy creyente. Y creo también que tenía mucho miedo de quién iba a sentarse al lado de su hija de siete años.
Sol es una de las nenas mas inteligentes que conocí, pero es insoportablemente inquieta. En lo que va del viaje no pegó un ojo y tuve que rogarle que me deje dormir un ratito. Quiere saber todo quiere saber qué estoy escribiendo, quiere saber de qué se trata el libro que estoy leyendo y me pide que le lea. Y me cuestiona. Tiene siete años y dice que ella no va a dormir en todo el viaje porque "alguien tiene que estar despierta vigilando". No entendió la película que pasaron por la tele minúscula del colectivo (Django) y me despertó para que le explicara. Nunca la ví.
Supuse que eran alrededor de las tres, no lo supe hasta que prendí el celular (debería tener un reloj y no vivir tan perdida).
Me entraron todos los mensajes de whatsapp, como diez de la conversación de mamá. Leí rápido y básicamente el colectivo en el que ellas iban a viajar no era el mismo en el que yo estoy viajando. Rápido, también, mi mente empezó a analizar todos los inconvenientes que eso traía, que la plata, que los dólares, que la incomunicación, que todo lo que asumía que iba a pasar mañana, en realidad no iba a suceder.
¿Qué era lo que había pasado?
Hace un tiempo sólo salía un colectivo a Perú, es más, creo que salía sólo uno por semana. Mi abuelo compró los pasajes desde Lima, uno tenía que salir de Buenos Aires, y los otros tres, de Jujuy. Supuestamente eran del mismo colectivo, pero algo pasó en el medio: por las fechas el mismo día salían TRES. Al comprar los pasajes asumimos que eran del mismo colectivo, pero no. Yo viajo en uno, ellas en otro.
Estamos en el parador, el wifi me permite actualizar. Me da un poco de vértigo todo esto. La última parada hasta quién sabe cuándo (bueno, si preguntara sabría cuándo).
En fin, me esperan alrededor de 65 horas más de viaje sola. O bueno, con Sol, Ángeles y Lucía.

jueves, 18 de diciembre de 2014

De amor y de odio

Hace un tiempo que tenía ganas de escribir sobre esto. Sobre como me desvivo por ciertas cosas, pero al mismo tiempo detesto algunas versiones de esas mismas cosas. Como siempre, me cuesta poner en palabras lo que se me pasa por la cabeza, o siento que ya hay mucho escrito (y mucho mejor).
Pero me pasó algo.
Tengo mi bici desde Agosto, pero mi ya conocida dejadez, había hecho que en el transcurso de estos meses no me haya comprado una cadena y un candado para dejarla atada por ahí; así que sólo iba a lugares en donde sabía que podía dejarla y que esté segura. Conclusión: a la facultad seguía yendo caminando o en las bicis del Mauri.
Mi regalo de Navidad adelantado fue una cadena muy simpática, de esas que tienen el código de cuatro números (que por cierto no los elegís vos, tenés que aprenderte un código impuesto), así que por primera vez la saqué a todos lados, a la facultad, a hacer trámites al centro, al dentista, todo. Debo admitir que estoy contentísima.
A lo que voy es que hoy, en el camino a la facultad descubrí cuáles era mis cuadras favoritas del trayecto: las de la bajada empinadísima por Montevideo entre Alvear y Libertador. El viento en la cara, la velocidad, el probar hasta cuando puedo evitar apretar el freno, el que me miren mientras sonrío, y sonreírle a la gente, porque creo que puedo resumirlo todo en eso, las ganas que esas cuadras me dan de sonreír.
Cuando llegué al semáforo me pregunté cómo nunca, en todas las veces que había hecho ese camino, no le había dado bola a lo bien que me hacían sentir esos metros. Hice nota mental de escribir sobre eso.
Después del brindis y comida y abrazos y del miedo de que que esté lloviendo y tener que volver mojándome, agarré la bici, giré las perillitas para poner el código (que ya me aprendí de memoria) y emprendí la vuelta. Casi nunca ando en bici de noche, pero sinceramente hoy la noche está hermosa y bueno, mucha opción no tenía, de alguna forma me tenía que volver (con bici incluída).
Volví sobre mis propias huellas, cómo cambia todo con más o menos luz, eso es algo que no deja de maravillarme. Llegué al semáforo de Libertador, renovando la nota mental de escribir sobre esas cuadras tan lindas, pero había algo que no había tenido en cuenta, que no se me había pasado por la cabeza: la bajada, en el camino de vuelta, era subida.
Por más de que puse la bici en el cambio más liviano, sufrí los (largos) minutos que me tomó hacer esos metros que en bajada hacía en (breves) segundos.
Y en el resto del camino se me ocurrió que es una analogía muy buena para eso que tenía ganas de escribir hace rato. Las cuadras son las mismas, no hay (casi) nada que haya cambiado en las horas que separaron los dos eventos. Los árboles en las veredas son los mismos, la inclinación sigue siendo la misma, la bicisenda sigue dañada en los mismo lugares, el piso sigue estando pintado de amarillo. Nada de eso cambió, a lo sumo se habrá agradado un milímetro el pozo, o se habrá caído una rama de algún árbol, pero lo cierto es que lo que verdaderamente influye (o influyó) es mi situación.
Parece sencillísimo, me gusta la bajada porque disfruto de esa sensación de libertad, por así decirlo; y odié la subida porque (además de tener todo el cansancio del día encima) el esfuerzo que requiere es mucho mayor.
Se me nubla la cabeza y otra vez me está costando traducir pensamientos en palabras, pero creo que se entiende la idea, que amemos u odiemos las mismas cosas, depende de la situación particular en la que nos encontremos. No me explicaba cómo en un lapso de minutos podía pasar del amor al odio, pero creo que así como varían nuestros pensamientos, así cómo pasamos del calor al frío, del sueño a la hiperquinesia en instantes, así también podemos pasar del amor al odio. Sobre lo mismo. Que es lo mismo, pero al mismo tiempo es distinto, porque lo sentimos distinto.
Y también me pregunté si valía la pena, o el esfuerzo, mejor dicho.
Y la verdad es que sí.
Me gustan tanto esas cuadras de ida que de alguna manera voy a hacer que me guste también el regreso.

sábado, 13 de diciembre de 2014

Escriba un título

Mate, balcón, 4 horas de sueño, emoción.
Uñas recién pintadas, cumbia, sol, ansiedad.
Mañana, sueño, palomas cagándome el balcón, calor.
Vientito, un "shhh", me duele un ojo, nervios.
Sonidito de las notificaciones, compu, celu, tablet, enojo.
Pucho, bajo la música, bostezo, me hace ruido la panza.
¿Es temprano para almorzar?
Se me enfría el agua.
Se nubla.
Se van las palomas.
Silencio.
Otro mediodía más.



miércoles, 10 de diciembre de 2014

María Algo

Me gustaría que todos naciéramos sabiendo escribir nuestros nombres. O mejor, que lo primero que escribamos sea, mediante ese acto, la forma en que se nos va a llamar por el resto de nuestra vida.
Imaginate, ahí, en el momento en el que te sacan de la connnncha de tu madre, te cuentan los dedos y te dan un lápiz y un papel para que escribas lo que sea, y que ese "lo que sea" sea tu nombre. Tu primera voluntad. A todos parece obsesionarles la última voluntad, pero ¿y la primera?
Estaría buenisimo.
Además no tendríamos todos estos nombres iguales y aburridos, y sería tu nombre porque vos lo elegiste en serio y no porque "Sofía" o "Ignacio" estaban de moda (con mi debido respeto a las Sofías y a los Ignacios, que son muchísimos).
Y a eso sumale la boludez del segundo nombre... o del primero. Las "María Algo" somos las peores. Somos millones, todas se llaman "María Algo". Es terrible ¿cuál es la necesidad?
Llamarte María solo debe estar buenísimo. Los sacas del molde al todos. "Me llamo María", "¿María qué?", "Nada, María, sólo María". Pero creo que no conozco ni a una sóla Maria y punto. Capaz que ni existen, o a nadie se le ocurrió esa genial idea.
Si alguna vez tengo hijos, creo que la decisión más difícil va a ser elegir cómo se van a llamar. Es una responsabilidad gigante (bueno, tener hijos debe estar lleno de responsabilidades, qué miedo).
Supongo que los miraré y veré cara de qué tienen. No creo que ningún bebé tenga cara de Roberto o de Rosa, tendrían que nacer con bigotes directamente.
Quizás elija el nombre que esté de moda, así les doy una razón más para caerles mal.
A mí me hubiese gustado que me digan NN hasta que yo pudiera autonombrarme. Si hubiese sido así seguro tendría un nombre divertidísimo  y genial, y no sería una María Algo.
María Algo de 20 años fijándose en estas banalidades.
María Algo que estudia derecho y sabe que lo que importa al final es el apellido.
María Algo que sigue esperando que alguien se interese por saber qué se esconde en ese algo.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

La Princesa

Era una mezcla de sensaciones. Estaba cansada, con frío y segura de estar a punto de enfermarme. Encima, se me había ocurrido ir en bici. Iba en el tren, hacía rato que no me subía a ninguno, menos a ese. Habían cambiado los vagones: recién pintados y todos con aire acondicionado. Con lo que me dolía la garganta ese día hubiese agradecido viajar en uno de los vagones viejos. En fin, siempre encuentro algo de lo que quejarme.
Iba apoyada contra una de las paredes, medio despierta y medio dormida. No era un viaje largo, para nada, pero sí había sido un día largo.
No me acuerdo (ni creo que me acuerde) en que estaba pensando, cuando un hombre del vagón empezó a preguntar a los gritos si alguien tenía un fibrón.
"Uh, este está en pedo" pensé (ahí sí me acuerdo lo que pensé).
Caminaba por todo el vagón, preguntando persona por persona si alguien tenía un bendito fibrón. Y no, nadie tenía.
Sólo ahí noté, que además de los gritos del hombre haciendo su ya conocido pedido y la cumbia que salía de los parlantes del celular de algún otro pasajero, también resonaba en mis oídos el llanto de una nena. La mamá desesperada intentando hacerla callar y el papá mirando sin saber qué hacer. Y los demás pasajeros con cara de incómodos. Y el hombre pidiendo el fibrón.
No lo consiguió nunca, pero alguien le alcanzó un birome y él, apuradísimo se dispuso a escribir en una de las paredes inmaculadas del vagón nuevo.
"¿Que mierda está haciendo este?" dije medio en voz baja, Sí, no me atrevía a decirselo de frente, pero me indignaba que "arruinara" así el tren. Una vez que uno escribe, ya empiezan a escribir todos, y así las paredes que ese día estaban tan pulcras, la próxima vez que me tomara el tren (según lo que yo pensaba) iban a estar cubiertas de inscripciones.
El vagón entero trataba de descifrar qué era lo que estaba escribiendo. Remarcaba letra por letra, para que se notara (con el fibrón no hubiese sido necesario) y no sé si en verdad la cumbia se había apagado, la nena había dejado de llorar y la madre de animarla, pero puedo asegurar que había un silencio sepulcral. Sentía tensión, era obvio que no era yo la única a la que le molestaba lo que estaba haciendo el hombre, pero nadie decía nada.
Me acerqué un poco más, para ver qué era lo que estaba escribiendo, y me sorprendió leer "La Princesa", mientras él seguía remarcando afanosamente las letras.
Cuando consideró que era suficiente, se alejó un poco, cómo para admirar mejor su obra, se dio vuelta, miró a la nena (que sí, seguía llorando) y le dijo "Este vagón es tuyo ahora, no llores más. Mirá, dice "La Princesa", vos sos la princesa".
No sé si la nena habrá entendido lo que le dijo, pero sus padres sí, así como todos los demás en el vagón.
El silencio seguía, se abrieron las puertas en Flores y él se bajó. Y todos nosotros nos quedamos en el vagón de La Princesa, que ahora sí, había dejado de llorar.