martes, 27 de septiembre de 2016

el evasor

El día despuntó sin dar ningún indicio de singularidad. Una breve taquicardia al momento de enjuagarse el sueño en la ducha y un sarpullido en la barbilla que se hizo notar cuando la pasta de dientes mezclada con saliva chorreó escapándose de la boca no eran signos de una mañana atípica.
Bajó los seis pisos por la escalera de servicio con las manos enfundadas en los bolsillos del pantalón. La puerta del edificio estaba abierta y la luz del día entraba con mucho más ímpetu que en su pequeño departamento, reflejándose en el piso recién pulido: el olor a cera era inconfundible, además era martes y el portero siempre enceraba los martes ¿sería el olor una costumbre? ¿sentía verdaderamente olor a cera o era simplemente la certeza de que era martes y los martes se enceraba? Absorto en sus cavilaciones, salió a la calle, con las manos aún dentro de los bolsillos. Una chica repartía tarjetitas de descuentos de una cadena de comidas rápidas envuelta en un uniforme ridículo y con ojeras negrísimas; tras un instante de miradas cruzadas se apresuró a dirigir sus ojos al piso y hundir aún con más convicción las manos en los bolsillos. Sintió un alivio enorme cuando la precarizada empleada no atinó ni siquiera a ofrecerle una de las tarjetitas que los demás transeúntes tenían que rechazar perdiendo preciados segundos de sus días.
Las cuadras que lo separaban de la estación de trenes fueron maravillosas: por algún motivo extraño esa mañana no fue victima de ningún repartidor de papelitos inútiles. El del local de empanadas, el chico que promocionaba al fletero, la mujer grande que seguía insistiendo con que reveles fotos en un kodak ya medio moribundo, todos ellos se abrían a su paso sin importunarlo con sus folletos y listas de ofertas. Llegó a la estación cuatro minutos antes y hasta pudo conseguir un asiento antes de que el tren se abarrotara ¡que delicia!
Sin embargo el éxtasis, como suele ocurrir, no duró mucho. Cómodamente despatarrado sobre el asiento del tren esperó con ansias que el ruso del café pasara ofreciéndolo con su particular "mmgaaaafééégaaafééégafééémm", las pocas horas de sueño se le acumulaban en la cara y su jefe ya le había reprochado un par de veces que las bolsas debajo de los ojos no eran estéticas y que a él le importaba mucho lo estético, con lo cual había terminado por atiborrarse de dosis de café durante semanas para disimular el cansancio. Al sentir el grito del ruso en el vagón de atrás, se apresuró a sacar unos billetes arrugados del bolsillo del pantalón (primera vez que sacaba las manos de los bolsillos en la mañana). El ruso caminó por el pasillo ofreciendo el brebaje marrón a los pasajeros, uno por uno, y llenando vasos de telgopor sistemáticamente. Al momento de llegar a la última fila de asientos, en la cual se encontraba sentado nuestro protagonista, no hizo más que volver su mirada al siguiente vagón, ignorando olímpicamente el llamado con la mano levantada que este hacía desde su asiento.
Se le oprimió el estómago y desplomó el brazo sobre sus piernas, el grito del ruso ya resonaba lejos y el olor a café inundaba el vagón. Miró con recelo al resto de los pasajeros saboreando la gloriosa bebida que le había sido negada ¿qué es lo que estaba pasando?
Los 43 minutos que restaban de viaje se sucedieron de similar manera: no le ofrecieron repasadores, ni medias a bajísimos precios, por primera vez sintió necesidad de comprarse el bendito destornillador 6 en 1 "ideal para el bolsillo del caballero", pero le fue imposible llamar la atención del vendedor; tuvo que aguantarse las ganas de gritarle al de los alfajores turimar tres por diez que él los quería, él los compraba. Una niña de no más de seis años corrió por los vagones dejando sobre el regazo de los pasajeros un diminuto papel con inscripciones, y él sintió un remordimiento terrible al observar su regazo vacío. Por primera vez no era él el que la evadía, por primera vez era ella la que había decidido ignorarlo.
El peso en el estómago iba acrecentándose a medida de que pasaba el día: se paró en frente de el grupo de jóvenes que recolectaban fondos para una fundación, se paseó por delante de encuestadores ¡hasta sacó las manos de los bolsillos y los miró a los ojos! No había caso, por más de que atisbara sonrisas continuaba siendo ignorado ¿cabría la posibilidad de invisibilidad? No, de ninguna manera. Su jefe le había dejado en claro que lo veía y que además lo veía "con muy mala presencia, muy antiestético". Recordó el café del ruso con impotencia.
Al final del día, luego de haber subido los seis pisos por la escalera de servicio, y de haber recordado el sarpullido en la barbilla de la mano de la pasta de dientes, se sacó el pantalón y miró con tristeza los bolsillos vacíos, ya no había manos ni había papelitos. El evasor había sido evadido.