lunes, 24 de agosto de 2015

Alfonsina y el mar (y de suicidas contemporáneos)

"Te vas Alfonsina con tu soledad
¿qué poemas nuevos fuiste a buscar?
y una voz antigua de viento y de sal
te requiebra el alma y la está llevando
y te vas hacia allá, como en sueños
dormida Alfonsina, vestida de mar."

Volví a cursar. Otro cuatrimestre, el último del año, el segundo del año, en el que siempre, siempre estamos más agotados. Y no tuve mejor idea que anotarme a las siete de la mañana. Dudo mucho de mi lucidez al momento de inscribirme a materias, pero, por otro lado, sé que estoy bastante conciente, y de que tengo mis razones sólidas para hacerlo. Me parece bastante egocéntrico pretender que soy la única que lo siente, pero es claro que tampoco es el común denominador, al menos no en la medida en la que lo siento en mi: ésta profunda, insoportable ambivalencia. Es difícil que me arroje con un convencimiento completo sobre alguna cuestión y, en el extraño caso de que esto ocurra, es probable que en un corto lapso, termine por cuestionarme. Un constante cuestionamiento, que da lugar a un claro incoformismo que, inevitablemente (y contradictoriamente, también) se traduce en resignación. No soy lo suficientemente libre de estructuras como para hacer lo que quiera, siempre hay algo dando vueltas por ahí, llamándome a la consecuencia. ¿Cómo actuar consecuentemente cuando dentro de mi se libra una batalla perpetua? Así que me atengo a las decisiones que implican una subordinación, tarde o temprano, aunque en el momento haya estado contenta de tomar la decisión. Así que me someto, y hasta disfruto de hacerlo, me dota de una placentera estabilidad, que al mismo tiempo, aborrezco. 
¿Qué es lo que disfruto de cursar a las siete de la mañana? El camino a la facultad. Vivo cerca, camino hasta ahí en unos veinte minutos y, aunque me cueste, creo que el momento entre las seis y las siete es algo mágico en esta ciudad, apenas despertando. Auriculares y poco abrigo fueron los protagonistas de esta mañana (me cagué de frío por necia). Ah, y también Alfonsina Storni. Soñé con ella, anoche. Me recitaba un poema, antes de arrojarse de la escollera del Club Argentino de Mujeres en La Perla. Me resulta gracioso que tengamos este impulso de envolver con un manto poético al suicidio. Félix Luna fue uno de los responsables de crear el preciosísimo mito urbano de Alfonsina entrando, caminando, lentamente al mar, entregándose a su fuerza, convirtiéndose, al fin, en lo que tantas veces y con tanto ímpetu, había deseado

("Mar, yo soñaba ser como tú eres, 
Allá en las tardes que la vida mía 
Bajo las horas cálidas se abría... 
Ah, yo soñaba ser como tú eres. ")

Alfonsina no entró al mar, Alfonsina se arrojó, se tiró al mar. Alfonsina se suicidó. ¿De dónde carajos sale este afán literatizador de algo tan humano como el suicidio, como las ganas de morirse? No creo que sea el único caso en que esto haya ocurrido. Y no creo, tampoco, que exista persona sobre este mundo sin una (aunque sea ligerísima) tendencia al suicidio. Y no hace falta pensar en abandonar el mundo físico. Yo misma, al renunciar a mi ambivalencia y sujetarme a mis propias decisiones, me estoy asesinando (aunque creo tener tendencias mucho más fuertes que esa). Todos los días nos suicidamos. Levantarme de la cama a las seis de la mañana es suicidarme, aunque después disfrute de ello. Quedarme en la cama hasta el mediodía también es suicidarme. Tenemos tantos fragmentos dentro de nosotros que concibo imposible que no estemos siempre asesinando a alguna partecita, para que las demás florezcan.
Aunque considere ridícula la leyenda de Alfonsina, no puedo negar que adoro la canción. En el camino a la facultad, mientras iba dibujando ideas en mi cabeza, apareció aleatoriamente en una lista de reproducción una versión de Calamaro (que, vamos a decirlo de paso, es una de mis favoritas).
Caminé cantándola, acompañada de otros de los protagonistas de mis mañanas rumbo a cursar: los porteros manguereando las veredas. Y tuve una magnífica idea: si alguna vez me decido por el suicidio material, será entre las seis y las siete de la mañana, y ruego que alguien tenga la consideración de crear una leyenda en torno a mí, con porteros, mangueras y pies mojados como protagonistas. 

sábado, 22 de agosto de 2015

El encendedor

Te empecinabas en prender un cigarrillo en una esquina con un encendedor que, claramente, no funcionaba. Me acerqué y disparé algún chiste tonto. Me miraste con cara de pocos amigos, despeinada. Me apuré a buscar en mis bolsillos el encendedor rosa que le había robado a mi hermana y te lo ofrecí. Te sonreíste y tiraste el tuyo, resignada. Quise comenzar una charla, probablemente comentándote sobre el horroroso viento que estaba azotando a la ciudad. Creo que no entendiste, y no supiste qué contestar, o si contestar, siquiera. Así que te pregunté si podía acompañarte un rato. Me miraste confundida (una vez más) pero asintiendo. Y así comenzó.
De repente, estábamos un día caminando de la mano, cantando The Black Keys a los gritos. Cruzábamos calles corriendo, aunque los semáforos siempre estaban en verde para nosotros, dándonos paso. Una extraña sensación de aceleración nos invadía. Me leíste Saramago en voz alta, quejándote de su evidente mala relación con los puntos (seguidos y aparte), y pocas cosas te irritaban tanto como el que no te diera el aire para completar las frases: "¡dale hijo de puta, basta de comas!". Odiabas el apio, y una noche, sentados en el piso de la cocina, te comiste como veinte varillas sólo para contradecirme. y me tuve que comer tus benditas hamburguesas de lentejas. Y terminaron gustándome. Un día llegaste llorando a mi casa, mostrándome los dedos llenos de espinas, no habías tenido mejor idea que trasplantar tus cactus aduciendo que como te querían, no te iban a pinchar. Qué linda tu voz de resentimiento. Decidimos escribir una larga carta del lector, ideando teorías para responder la pregunta de por qué las maquinitas de cargar sube no aceptaban billetes de 20, y claro, aprovechamos para despotricar contra Rosas. (Bien que después te quedabas horas y horas atontada mirando a Manuelita en el Pridiliano Pueyrredón del MNBA). Perdí la cuenta de cuantas tazas de té te volqué encima, pero te acostumbraste a mi torpeza, e incluso te hiciste amiga. También perdía la cuenta de las veces que nos agarró la lluvia en medio de la calle y corrimos a refugiarnos en algún café, porque ¿para qué más sirven las tormentas que para ser una excusa para correr a refugiarnos a cafés?
Transcurrieron momentos en forma de días, de meses, de años, y siempre nos preguntamos por qué habíamos decidido ordenarnos de ese modo. Comíamos, leíamos, escuchábamos música, y de a poco tu vida fue mi vida y mi vida la tuya y casi que ya no teníamos razón para no juntarlas cada vez más y más. Y pasó el tiempo.
Fuimos envejeciendo juntos, de a poquito, y de a poquito, también, fuiste venciendo tu miedo a envejecer. Nos mudamos de la ciudad para "ver más verde", pero la realidad era que nuestras piernas no soportaban ya subir los dos tramos de escaleras de nuestro departamento en Almagro. Y se veía más lindo el cielo. Y estábamos juntos para verlo. Y al final, era lo que nos importaba.


Pero, de repente, en el último intento, el encendedor dio a luz una pequeña y débil llama, prendiste el cigarrillo y cruzaste la calle, perdiéndote entre la gente, apresurada. Y yo me quedé en la esquina, con el peso del encendedor rosa que le había robado a mi hermana, oprimiéndome en el pantalón.

jueves, 6 de agosto de 2015

Sopa de letras

Algo me pasa.
Una intensa angustia me atacó.
Creo que siento que escribo mal, que no tengo sentido ni dirección, que no comunico, que soy vacía.
¿Alguna vez pensé distinto sobre mí misma?
Cené sopa de letras y creo que de ahí nace esta sensación.
Entre torrentes de líquido amarillento nadan fideitos minúsculos con forma de letras. Grandes sorbos se cuelan en mi boca. Las mastico, mezclándolas con la saliva, formando un desagradable bolo alimenticio. Qué detestable me resulta a veces la cavidad bucal. 
Cené sopa de letras, pero creo que estaba en conflicto desde antes.
Quizás fue ese el motivo por el cual me decidí por ese menú.
¿Necesito letras en mi organismo? ¿Soy tan poco capaz de formular oraciones bonitas y elocuentes, que termino por optar por hacerlas entrar, mezcladas en mi boca, sin ningún tipo de sentido?
¿Qué frases andarán formando en mi estómago?
(Ninguna, ya dijimos que se habían transformado en un asqueroso bolo alimenticio)
Lo gracioso es que me quejo de que me detesto escribiendo, y acá me tienen, haciéndolo una vez más.
¿Y qué sentido tiene esto? ¿Qué es lo que busco decir?
Estoy vacía.
Soy un plato hondo de sopa de letras terminado, devorado.
Soy restos de líquido frío, imposibles ya de despegar del vidrio.
Soy el fondito desagradable, que forma una película insufrible si no se lava el plato inmediatamente.
Soy el plato sin lavar.
Soy los restitos de fideos que ya no pueden ser, de ninguna manera, identificados con letras.
Soy lo que quedó.
El desperdicio de algo que quizás, en algún momento, por alguien, en algún lugar, fue considerado apetecible.
Soy el menú rápido, el paquete instantáneo, para salir del paso.
Porque, después de todo ¿quién elige cenar sopa de letras?

En casa ajena

El insomnio de madrugada acarrea terribles dudas: ¿Dejé cerrada la llave del gas? ¿Traje la billetera? ¿Las llaves dónde las puse?
Todo puede estar en su lugar, pero cuanto más tiempo tenemos para matar, y menos actividades tenemos para hacerlo; el temor más mínimo se convierte en una incertidumbre irreparable. (Irreparable porque somos incapaces de incorporarnos a comprobar que nuestros miedos son fundados. Irreparable porque no logramos dilucidar si estamos verdaderamente despiertos. Irreparable porque tácitamente sabemos que si nos levantamos de la cama, estará todo perdido.)
La luz del alba trae protección, trae seguridad. Y, entonces, por más de que nuestra casa se esté incendiando y las llaves estén en el fondo de la alcantarilla, al fin podemos dormir con una incoherente tranquilidad.