viernes, 23 de enero de 2015

Las papas fritas

Cada vez que mamá ponía la sartén al fuego y empezaba a cortar papas en bastones, nos invadía una especie de euforia incontenible, pero era, así también, efímera.
Las papas fritas eran la única comida que mamá nos dejaba comer con las manos, y esas manos, todas grasientas, eran para nosotras un símbolo de una larga lucha ganada.
"¿Mamá, en serio nos vas a obligar a comer papas fritas con tenedor?"
Era, sin embargo, un acontecimiento que se daba en pocas ocasiones, y que siempre nos dejaba con gusto a poco. Creo que todos podemos identificarnos un poco con esto: Cuando la última tanda de papas fritas salía, y, por fin, se apagaba la sartén, todas las tandas anteriores habían sido devoradas y nos sentábamos a la mesa con un plato de treinta papas fritas para siete personas.
Pero el corazón de mamá no le permitía impedirnos que las comiéramos antes de sentarnos.
Nos quemábamos las lenguas y las manos, a veces las comíamos hasta sin sal. Nos divertía verla luchando con las minúsculas gotitas de aceite que saltaban por todos lados. Salía una tanda y nos abalanzábamos. Pequeños dedos mezclados sobre un plato y estómagos que parecían nunca llenarse. Y mamá nos miraba desde la mesada de la cocina... Estoy segura de que le hubiese gustado gritarnos que paráramos, pero también estoy segura de que se maravillaba con esa danza de avidez.
Aquel día, mamá prendió la sartén, como cualquier otro día, y todas, entre risas, corrimos a la cocina.
Fue sacando tandas y tandas mientras nosotras comíamos, regodeandonos. Saladas, hiper saladas, algunas, y otras no tanto, como para equiparar. Las intercalábamos con grandes sorbos de agua y las pilas de servilletas de papel usadas iban multiplicándose descontroladamente.
Mamá seguía firme, mirándonos desafiante, sin alejarse de su puesto de batalla. Pelaba papas, cortaba, las hacia nadar en aceite y nos llenaba platos y platos de papas fritas.
Cerca de las cinco de la tarde, las seis nos miramos consternadas. Mamá no había dejado de cocinar papas fritas por cuatro horas y nosotras ya no podíamos seguir llevándonoslas a las bocas. Bocas paspadas por la sal, brillantes de aceite. Tomamos la decisión en silencio y yo me paré, pidiéndole "Mamá, basta, por favor, ya no queremos más papas fritas". Mamá dio vuelta la perilla de la cocina, se secó la frente con el repasador y con una sonrisa inmensa nos dijo "Esta vez, les gané".

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