domingo, 2 de noviembre de 2014

Nuestros Domingos

Habían pasado varios cambios de estaciones. El primero fue de verano a otoño. Con cada uno de estos cambios llegaba una nueva razón para decidir que estaban enamorados. Si, digo decidir. Creo que muchas veces uno se fuerza a sentir algo por el otro, a enamorarse de algún rasgo, costumbre, pensamiento. Así su amor se renovaba cada tres meses (igual que los respectivos cepillos de dientes en la casa del otro) y así, como por costumbre, una inédita razón surgía.
El primer invierno habían sido los pies calientes de ella y la nueva obsesión de él por el té en hebras, la tercera primavera, las largas mañanas acostados en el pasto al sol, mientras ella le leía algún clásico y él le trenzaba el pelo (caóticamente). 
Sus días transcurrían en paz, salpicados con algun que otro encontronazo, pero nunca nada grave. Pronto los cuatro cepillos de dientes se transformaron en sólo dos y el "¿para cuándo el casamiento?" se hacía más frecuente. Es que los dos estaban casi terminando sus carreras y trabajaban hace rato. Era lógico casarse, pensaban. 
Cuando uno tiene que justificarse, es mejor no hacer las cosas, y cuándo en medio de la cena él, cual protagonista de comedia romántica, se arrodilló para pedirle que sea su esposa, sintió vértigo. 
Vivimos dudando, de eso si que no hay duda, pero hay decisiones que dan más miedo que otras, era claro que no podía decir que no en ese momento, no con toda la gente expectante y los ojos de él mirándola de esa manera, no con el mozo parado ahí, sosteniendo la botella de champagne para descorchar, no después de haberle insinuado durante tres meses que quería casarse. Pero el mundo se hace inmenso cuando uno tiene que optar. Y aunque sintiera que el tiempo se había detenido, lo cierto es que una respuesta tenía que salir de su boca, y cuanto antes. 
Y dijo que sí, aunque era una pregunta, no había opción de respuesta, por lo menos eso creía.
Ese cambio de estación se olvidaron de inventar alguna nueva razón para justificar su amor: los preparativos del casamiento eran suficientes. Nuevos trabajos, exámenes finales, reuniones con familia de cada rincón de la provincia: "ahora que nos vamos a casar tenes que conocer a la tía Rosa de Pergamino". Y así sus domingos, que antes eran sus días sagrados, para estar juntos de verdad, se transformaron en un remolino de viajes de horas en el auto, estaciones de servicio y asados con mesas larguísimas. Podría incluso decirse que entonces sí, el paso del invierno a la primavera había traído algo nuevo.
Un fin de semana de Octubre, en el que se habían agotado los tíos por conocer, y la lluvia torrencial no les dejaba mucha opción, se pasaron el sábado entero viendo películas. Sentían que había pasado una eternidad desde la última vez que se habían quedado todo el día en la casa, desde la última vez en que se habían contado las pequeñas anécdotas de la semana, desde la última vez en que el sueño los había sorprendido con esa mezcla rara de sensaciones que les quedaba después de ver una de terror y una romanticona seguidas.
Cuando abrió los ojos después de una dormida maratónica, afuera la tormenta seguía, y adentro había paz. El domingo era la mezcla perfecta del caos natural de la sudestada y la sorprendente calma de verlo dormir sonriendo. Hay momentos decisivos en la vida, y en ese momento las dudas desaparecieron. Cuando contaría la historia, años más tarde, no se cansaría de decir que ese fue el instante en el que se enamoró. No antes, no cuando le había llevado flores al laburo o cuando le recitó Neruda una noche en la terraza; no cuando le dio el primer beso o cuando lo vio llevándose tan bien con su viejo; ni siquiera cuando supo todo el trabajo que había hecho para pedirle casamiento cómo él creía que ella quería. No, todo eso había sido el proceso, el camino que la había llevado hasta ese segundo, metida en la cama, mirándolo, deleitándose con cada movimiento, con cada partícula de aire inhalada y exhalada, con él. Y con ella. Con su pequeño nosotros, con el cosmos de su habitación y el silbido del viento, con la película todavía repitiéndose en el televisor, con el pote de helado y la caja de pizza vacía, con el saber que habían encontrado, sin buscar, por primera vez, su costumbre de domingos de esos tres meses... O más.

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