lunes, 5 de diciembre de 2016

Traje de fajina

La madrugada del 28 de octubre a López lo despertó el llamado de teléfono que había deseado no recibir nunca. Por un instante lo confundió con el sonido del reloj despertador que sonaba a las 6 de la mañana 6 días a la semana. Eran las 5:57 y miraba incrédulo al teléfono que no dejaba de chillar con la cabeza aún embotada por el sueño: 3 minutos hacen la diferencia cuando la vida está perfectamente cronometrada.
Atendió con voz trémula y con la certeza de lo que esa llamada significaba. No se equivocaba.
Colgó el teléfono: 5:59. Se calzó las pantuflas y fue despacito hasta la cocina. Le tomó cuatro fósforos poder enceder, al fin, la hornalla para poner la pava. Mientras el agua comenzaba a bullir dentro del recipiente dejó caer el peso de su espalda sobre la mesada, agarrándose la cara con las dos manos y sintiendo como una lágrima oscura le recorría la cara, dejando su estela de fuego, cortándole la mejilla.
Se tomó los mates más amargos de su vida mientras la luz comenzaba a entrar de a poco por la ventana. Las sombras se alejaban, pero el peso detrás de la garganta se iba incrementando mientras iba notando la magnitud de la noticia.
Salió a la vereda del edificio de calle Guido a las 6:29 -el incidente del teléfono le había descalabrado toda la rutina matutina- y por un minuto la vio completamente vacía. Al instante todas las puertas de los edificios de la cuadra se abrieron simultáneamente y los vio salir, todos con escoba y manguera en mano, un poco confundidos de verlo a él adelantado. Se saludaron como todas las mañanas de lunes a sábados y cada uno se puso a acicalar con esmero su sectorcito de vereda. Iba a ser un día duro.
La noticia se desparramó rápidamente y las felicitaciones comenzaron a correr. López las recibía con fingida gratitud, mientras el nudo en la tráquea se ceñía más y más. Se sentía irracional. Hubiese querido delegar la facultad a algún otro portero de la cuadra, otro que se sintiese honrado de cumplir la tarea, pero ya no podía posponer más su turno. Ese noviembre era el noviembre que más había querido evitar.
En la ciudad de Buenos Aires hay más de 11 mil jacarandás que todos los noviembres se tiñen de malva, floreciendo de la noche a la mañana, llegando a tapizar las veredas luego de su cadente danza hacia el suelo.Es un espectáculo que logra maravillar a toda clase de señoras, señores, niños y niñas. Flores cayendo incesantemente entre las brisas de primavera, gente riendo mientras a su alrededor revolotean pequeñísimos pimpollos violáceos ¡ah, primavera! ¡ah, Buenos Aires lila!
Pero no todo es bello, no. Hace casi dos décadas había comenzado las quejas. Un grupo de señoras de Barrio Norte habían logrado ponerse de acuerdo en una cosa: pasa que es muy lindo sentir como las flores de jacarandá van cayendo a los pies, pero es extremadamente repulsivo ver los restos de flores pisados y que ensucian los zapatos. No querían que las veredas de su barrio estuviesen cubiertas de esos desperdicios deleznables ¡que los porteros se ocupen!
Reuniones de consorcio, con sindicatos, negociaciones ¡incluso hasta con los porteros! pero lo habían logrado: cada noviembre resultaría un "encargado de cuadra" sorteado entre todos los porteros que se ocuparía de mantener las veredas impolutas: las flores debería barrerse apenas tocaran el piso, sin demora. Pero esto era incluso hasta un favor para el que surgiera del sorteo -explicaban las señoras intentando convencer- por ese mes el salario se duplicaba y la jornada de trabajo se reducía a la mitad, además, el encargado en cuestión tendría el privilegio de usar un muy lujoso traje donado, por supuesto, por el consorcio del edificio. Todo esto a cambio solo de mantener las veredas de la cuadra "pipí cucú" ¡negociazo!
Así es como, en noviembre, las calles de Barrio Norte no solo se tiñen de violeta, sino que también -en cada cuadra- se puede ver a un encargado, muy bien vestido, con una gran escoba escrutando la vereda, las flores cayendo entre las piernas de los transeúntes.
López había crecido en una casita pequeña en Ramos Mejía. En el patio de atrás su abuelo -en sus años mozos- había plantado un jacarandá. Para cuando López comenzó a tener memoria se había convertido en un majestuoso árbol que en noviembre estallaba regando a su alrededor cientos de flores. López no podría explicar fehacientemente lo que ese árbol -y todos los jacarandás- significaban para él, pero podía reducirlo a una palabra: felicidad. Las veredas plagadas de florcitas eran los más parecido al paraíso que en sus cuarenta y largos había llegado a conocer. Las horas libres en noviembre las reservaba para caminar por la ciudad y llenarse los ojos de color y recuerdos, para mirar los jacarandás.

El primero de noviembre el despertador de López sonó a las 6 de la mañana. El momento era impostergable. Mientras se ponía el traje, lloró con amargura: "me han robado hasta la felicidad".

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