lunes, 9 de noviembre de 2015

El chino de Armenia y Güemes

¿Quién me manda a meterme a estos lugares? No aprendo más, te juro. Era obvio que ibas a estar ahí, con el canasto azul, destartalado, lleno hasta el tope con cajas de Trix, jugo Ades de manzana y Serenitos. Era más que seguro que iba a sentir que me tocabas el hombro, con un ademán indiferente, y que yo iba a girar para admirar el penoso espectáculo del jogging viejo con las ojotas  y tus horribles dedos de los pies. No se para que hago las cosas. Quizás es porque lo venía pensando hace rato. La profecía autocumplida. No soportaba que no fuese a pasar. Tantas veces lo había reproducido en mi cabeza que ese incómodo momento se me hacía familiar, y hasta me trajo alivio. Subí caminando los dos pisos, arrastrando los pies y entré al monoambiente oscuro, inmundo -como siempre- con el deprimente empapelado azul símil pátina. La pantalla led todavía sin colgar y apoyada en el escritorio y un destornillador solitario. Al rato de haberme dormido, volví a sentir la lengua áspera en la nariz, reclamando que me despertara, que le diera bola, que le diera de comer del pote de cuarto kilo de helado de crema de coco y chocolate. Y un peso en el pecho. Volví a intentar calcular el peso del pequeño mamífero, pero no sirvo para esas cosas. Por supuesto que ni te despertaste. Salí a la noche de Palermo y el viento me pegó fuerte en la cara. Pero todavía no estaba satisfecha. Me faltaba algo. Me tome el 152 en Santa Fe y con amargura vi aparecer la torre de la estación Retiro. Me bajé y caminé, y ¡la puta madre! ¿quién me manda a meterme a esos lugares?
Vi como el tren rojo se asomaba al andén y espere sentada en la columna de siempre. Y era obvio, boludo, era obvio. Venías mirando el celular, sonriendo, con los colmillos marcadísimos, con la guitarra al hombro y odiándome con todo tu corazón cuando levantaste la mirada y me viste. Todo Retiro se ralentizó -como siempre pasa- y tardaste una eternidad en sortear los metros que te separaban de la columna. Y nos tomamos un colectivo en el metrobus. Y como siempre ibas en silencio, con esas Converse roñosas que no te sacas ni para bañarte. Te seguías acordando el número de mi departamento y comimos fideos con manteca sin hablar. Me desperté porque te vi sentado en la cama, enojado, porque yo no te bancaba y había puesto una almohada separándonos. Y a vos te dolía. ¿Pero qué querés que haga?
Terminé echándote, como siempre. Y terminamos llorando abrazados en Retiro, vos arriba del tren, sacando medio cuerpo por la ventana del vagón y yo abajo, deseando que el tren saliera ya. Creo que nunca voy a quererte.
Y pasaron muchas cosas. Se me mezclan en la mente.
De repente estaba borracha sobre avenida San Martín, con alguien parándome un taxi y dándome un billete de 50 pesos arrugados "sorry, no tengo más, ojalá te alcance". Enseguida tocando el timbre del 7mo D y charlando de fútbol en un colchón tirando en el piso del living (aunque odio el fútbol y no entiendo nada). Al rato alguien pidiéndome que no tomara tanto y que mejor fuéramos al cine a ver una película que ya había visto dos veces y comprándome una bolsa grande de caramelos masticables. Cuando menos me lo esperaba estaba haciéndome la buenita, y leíamos tirados en Plaza Francia y le comprabas calendarios pedorros a un chanta que no me banco. Pero sigo teniendo el detestable calendario de Clemente pegado en la heladera. Después en mi balcón, tomando birras que salieron 64 pesos y que ni teníamos ganas de tomar y la llamada por teléfono que anunciaba que otra vez más me quedaba sola.
Y me quedaba sola. Porque me odiaban casi tanto como yo los odiaba a todos ellos, porque eran la traducción perfecta de lo que me odiaba a mi misma, del daño que quería hacerme. Y no me importaba, te juro que no, pero, boludo ¿quién me manda a volver a esos lugares?

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