lunes, 13 de julio de 2015

Reflejo

Nos sentamos uno el frente del otro y, mirándonos a las caras, casi inevitablemente lo decidimos.
Era hora.
Comenzamos con las cosas más grandes, las que más recordábamos, pero no por eso las que más huellas habían dejado.
Era curioso observar cómo a medida de que iban pasando las horas y desfilando a través de nuestras bocas las palabras, todo iba cobrando un sentido más trascendente.
Entonces, el recordar el dolor de un cuchillo clavado por casualidad, o la quemadura con algo sacado del horno, desencadenaban una serie de sensaciones que ni siquiera eramos conscientes de haber experimentado.
El olor que a vos te llevaba a tu infancia, a mi me llevaba a la farmacia en la que había laburado por primera vez, y en la que -por primera vez, también- tuve que defenderme solita. Y yo te hablaba de farmacias  y a vos se te aparecía tu vieja, diciendo que farmacéutico y murciélago son dos palabras que contienen todas las vocales y, de pronto, yo me acuerdo de los tres tomos de los diccionarios de la RAE que mi abuelo cuidaba como oro, eran sin dudar su posesión más preciada, y vos te acordás de tu gata, que se llamaba Dora, pero que tuvieron que cambiarle el nombre cuando descubrieron que en realidad era gato y le pusieron Comodoro para que el pobrecito no sintiera que perdía tanto la identidad.
Y así seguíamos agregando cosas, sumando y sumando. Pasaban las horas y las cuestiones banales como el nombre de tu gata-gato dejaban de serlo. A todo le encontrábamos texturas, gustos, olores y francamente era evidente que nuestra sensibilidad estaba a flor de piel. Y no podíamos callarnos, porque hasta con los silencios nos contábamos cosas y porque cuando las palabras no podían describir lo que sentíamos, nos transmitíamos esas sensaciones mentalmente. Y entonces vos estabas en mi farmacia. Y conocías a Natalia. La conchuda de Natalia, y sabías que yo te la describía mucho peor de lo que realmente era, pero entonces la farmacia no era sólo la farmacia, sino que era todo lo que yo había sentido ahí. Y tu vieja diciendo murciélago era en realidad mucho más que eso porque era ella cubierta de harina diciendo murciélago mientras amasaba pizzas y mientras vos te acordabas de las cosas que habías hecho en esa mesada. Y era también el ruido de las chicharras la noche de verano en la que te desvirgaste y la pibita que te comiste en una fiestita de quince, y ni siquiera hacía falta que me cuentes porque bastaba, simplemente, con que abrieras tu mente y me dejaras a mí, encontrar esos pedacitos de tu vida que hasta vos habías olvidado. Y lo mismo yo. No me daba miedo que veas, que sientas, que mires con mis propios ojos a la conchuda de Natalia que ni siquiera es tan conchuda, pero bueno. Y que sintieras como me dolió que mi abuelo me gritara cuando tiré café en el último tomo, a la altura de "ramificar", y no tendrá todas las vocales esa palabra, pero te aseguro que él me puteo con letras que ni yo sabía que existían.
Habíamos llegado a un punto tal del ejercicio que yo me sentía más en vos que en mí misma, y me empezaba a dar un poco de miedo porque cuando, en medio de toda esa vorágine de recuerdos y sensaciones, abrí los ojos, no te ví a vos.
Me ví a mi misma, del otro lado de la mesa, con los ojos cerrados.
Todo se me había dado vuelta.
Y de pronto me veo, abriendo los ojos del otro lado de la mesa y notando un brillo en ellos que nunca había visto ni en el espejo, ni en fotos, ni en ningún lado.
Y miro mi cara, desfigurada por la confusión ¿Era yo o eras vos mirándome?
Como si fuésemos uno el reflejo del otro, subimos las manos a la altura de nuestras caras. Y ahí lo vimos.
Gran cagada nos habíamos mandado.

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